Contra la teatralización de la conciencia
Nos vendieron como novedad lo que siempre fue sentido común: reparar. Ahora lo llaman avance, pero es apenas una rectificación disfrazada.
Los objetos tienen memoria. Y en cada reparación, también la nuestra se repara.
Hay cosas tan profundamente humanas que, cuando se olvidan, el mundo pierde algo esencial. No hacen ruido al irse. No se anuncian. Simplemente, un día ya no están. Así sucede con los gestos pequeños, casi invisibles, como coser un botón, reparar una silla, arreglar una lámpara. Gesto tras gesto, dejamos de hacer lo que sabíamos hacer. Y cuando alguien lo recuerda, cuando alguien propone volver a ello, lo presenta como si hubiera inventado el fuego. Como si aquello que sostenía la vida, la dignidad de los objetos, la memoria de los vínculos, la sostenibilidad del planeta, fuese una revelación reciente.
Así nos pasa hoy con la idea de reparar. Se nos ofrece como si fuera una innovación técnica, una propuesta ecológica, un avance de la modernidad. Pero lo que se nos vende como futuro no es más que la versión maquillada de lo que nunca debimos perder. Es, en realidad, un retorno encubierto, una vuelta avergonzada al sentido común.
Todo comenzó con un curso. La compañía para la que trabajo me inscribió en una formación titulada “Ecodiseño”. El nombre sonaba prometedor, incluso inspirador. Pero a medida que avanzaban los contenidos, algo comenzó a chirriar. Se presentaba como una gran novedad —casi una revolución— la idea de diseñar productos que pudieran ser reparados. La propuesta se vestía de modernidad, de compromiso ecológico, de avance. Pero a mí me resultaba difícil no verlo como una parodia, como una especie de teatro de la conciencia. Me pregunté, con desconcierto, cómo habíamos llegado al punto de olvidar algo tan básico como que las cosas deberían poder arreglarse. Asistía, atónita, a una teatralización de lo obvio.
Vivimos en una época que sufre amnesia de lo sensato. Se nos vende como novedad lo que debería ser normal. Se nos presenta como vanguardia una práctica ancestral. De pronto, reparar es tendencia. “Hazlo tú mismo”. “Repara en vez de tirar”. “Productos con piezas intercambiables”. Y todo ello enmarcado en una narrativa de innovación. Pero este entusiasmo por lo reparable tiene el sabor de una farsa. Es el sistema lavándose la cara con lo que él mismo borró.
Porque reparar no es una idea nueva. Lo insólito no es su regreso, sino su desaparición. Lo que desconcierta no es que hoy se hable de reparar, sino que durante décadas se haya considerado innecesario, imposible o incluso antieconómico. Nadie hizo una declaración formal anunciando que íbamos a dejar de reparar. No hubo un manifiesto. Solo un día dejamos de hacerlo. Las cosas dejaron de abrirse, los recambios dejaron de fabricarse, los oficios comenzaron a desaparecer. Y lo aceptamos como si fuera inevitable.
La obsolescencia programada no es solo una estrategia comercial: es una pedagogía del olvido. Es el pacto silencioso entre industria y mercado que convirtió el desgaste en modelo de negocio. Se diseñó para que los objetos fallaran. Para que murieran antes de tiempo. Para que no tuvieran retorno posible. Y en esa lógica de la muerte programada, también nosotros fuimos deformándonos: nuestros saberes se volvieron innecesarios, nuestras manos prescindibles, nuestras decisiones rehenes del siguiente lanzamiento.
Lo que comenzó como una decisión técnica acabó por moldear nuestra sensibilidad. Nos volvimos impacientes. Intolerantes al deterioro. Obsesionados con lo nuevo. El mercado nos enseñó que la felicidad era lo último que salía a la venta. Y nosotros, confundidos, empezamos a creer que el valor estaba en la novedad, y que el deseo sólo podía nacer de lo efímero.
Pero esta transformación no solo supuso consecuencias culturales o simbólicas. Abandonar la reparación tuvo, y sigue teniendo, un precio medioambiental descomunal. En la raíz de cada objeto que desechamos antes de tiempo hay minerales extraídos, energía consumida, agua contaminada, gases emitidos. Cada aparato que no reparamos, cada prenda que tiramos, alimenta un ciclo extractivista y tóxico que el planeta ya no puede sostener y deja tras de sí un rastro de residuos que ya no tenemos dónde almacenar. Reparar, en este contexto, no es solo un acto de cuidado personal o social: es una respuesta urgente ante una catástrofe que también se fabrica en silencio, pieza a pieza.
Por todo esto, reparar no es solo una alternativa práctica. Es una forma de desobediencia. Una manera de decir: no todo tiene que morir al primer fallo. No todo debe ser reemplazado. Algunas cosas, incluso rotas, todavía pueden ser acompañadas.
Richard Sennett, en su ensayo El artesano, dice que “arreglar algo es una manera de comprenderlo”. Y no solo habla del objeto. Habla de nosotros. Reparar es una forma de presencia, una práctica que nos vincula con el tiempo, con el cuidado, con la historia contenida en las cosas. Es un gesto profundamente humano, porque se opone a esa lógica que quiere borrar las huellas, silenciar el uso, negar la memoria.
Reparar no es nostalgia. Es conciencia. Es devolver a las cosas la dignidad de su duración. Es mirar una fractura y decidir que no es el final, sino una forma distinta de continuidad. Y tal vez —solo tal vez— sea también una forma de comenzar a repararnos a nosotros mismos.
Lo inquietante no es que hoy se hable de reparar. Lo inquietante es que durante años se nos haya hecho creer que no merecía la pena hacerlo. Que era más práctico tirar, sustituir, empezar de nuevo. Nos convencieron de que reparar era cosa del pasado, un atraso, una pérdida de tiempo. Y sin que apenas lo notáramos, aceptamos vivir rodeados de objetos que no podían abrirse, arreglarse, ni durar.
Ahora, ese mismo sistema que diseñó lo descartable nos ofrece la reparabilidad como si fuera una conquista. La misma industria que nos educó para desechar ahora se disfraza de conciencia ecológica, mostrándonos piezas intercambiables como si fueran milagros técnicos. Pero no lo son. Volver a hablar de reparar, de diseñar para durar, es sin duda un gesto positivo, necesario, incluso esperanzador. Pero no es nuevo. Es apenas un tímido retorno a lo que siempre supimos hacer y dejamos de hacer por mandato del mercado.
Quizá estemos, una vez más, ante palabras bellas que no logran atravesar el núcleo duro del sistema. Porque si bien se habla de sostenibilidad, de economía circular, de segunda vida… el modelo sigue funcionando a velocidad de obsolescencia. El engranaje consumista no se detiene fácilmente, y su poder para neutralizar lo que lo cuestiona es inmenso. Lo reparable puede quedarse en el catálogo, como promesa estética, sin llegar nunca a transformar la lógica que lo rodea. Y ahí, justamente ahí, es donde conviene desconfiar: cuando las buenas intenciones conviven cómodamente con los mismos márgenes de beneficio.
Algunos datos técnicos
La reparación, antes de ser una práctica técnica, fue una expresión cultural. Un saber cotidiano transmitido de generación en generación, parte del humus invisible que sostenía la vida doméstica, artesanal y comunitaria. No fue hasta la irrupción de la sociedad industrial y su lógica de reemplazo que reparar se volvió un gesto marginal, casi exótico. Ivan Illich, en su crítica a la industrialización del conocimiento, ya advertía que el progreso técnico sin límites desposee a las personas de sus habilidades más básicas, convirtiéndolas en dependientes de sistemas que no comprenden. Richard Sennett, en El artesano, amplifica esta idea al sostener que reparar es comprender: una forma de pensamiento encarnado, en el que la mente y la mano no se separan.
Por otro lado, la obsolescencia programada no es una teoría conspirativa, sino una estrategia documentada. En 1924, el cartel Phoebus —una coalición de fabricantes de bombillas— acordó limitar intencionadamente la vida útil de sus productos para garantizar la rotación del mercado. Esta lógica fue asumida por el diseño industrial como norma silenciosa. Gilles Lipovetsky, en La era del vacío, describe cómo el consumo moderno se alimenta de lo efímero, y cómo la cultura de lo descartable ha colonizado incluso nuestras emociones. Zygmunt Bauman, con su concepto de “modernidad líquida”, denuncia la fragilidad de los vínculos humanos y materiales en una sociedad que ya no sabe sostener ni reparar, solo reemplazar.
Pero la herida no es solo simbólica: es ecológica. Según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la industria electrónica genera más de 50 millones de toneladas de residuos al año, la mayoría de ellos no reciclados. Cada gesto de no-reparación tiene un coste ambiental invisible que se acumula en vertederos digitales, textiles y tecnológicos. En su Cradle to Cradle, Michael Braungart y William McDonough sostienen que el rediseño ecológico pasa necesariamente por extender la vida útil de los productos y repensar la lógica del desperdicio como sistema.
Incluso el pensamiento japonés, a través del kintsugi, nos recuerda que la reparación puede ser no solo necesaria, sino bella: una forma de honrar la historia de lo roto sin ocultar su herida. Frente a una modernidad que glorifica lo nuevo, el kintsugi propone una ética y una estética de la permanencia: la belleza no está en lo intacto, sino en lo que ha sobrevivido.
Reparar, en definitiva, no es solo un asunto técnico. Es un acto filosófico, político, ecológico y poético. Implica una relación distinta con el tiempo, con la materia y con el deseo. Y tal vez por eso resulte tan incómodo para una economía basada en la obsolescencia. Porque reparar —como ya intuyeron Walter Benjamin, Albert Borgmann o Bruno Latour en sus propias derivas— es resistirse al olvido, es nombrar lo que aún puede ser, y es, sobre todo, recordar que no todo debe empezar de cero.






Sabia reflexión. Gracias Chus