Cuando la mediocridad se vuelve paisaje
Nos hemos habituado a lo defectuoso, a lo incompleto, a lo suficiente. La mediocridad se vuelve paisaje cuando la repetición la legitima y deja de incomodarnos.
La afirmación “Las cosas mal hechas forman parte de la normalidad” encierra una verdad inquietante: la normalidad como refugio de la mediocridad, como ese espacio donde la imperfección deja de ser una anomalía para convertirse en un hábito aceptado. Nos invita a cuestionar qué entendemos por normalidad y en qué medida la repetición legitima lo deficiente hasta que deja de parecernos problemático.
Tal vez, en su interpretación más radical, esta afirmación nos enfrenta a la idea de que la normalidad es el resultado de una suma de errores, una historia de fallos acumulados que terminaron aceptándose como la única manera posible de hacer las cosas. Lo mal hecho no necesita defensa cuando ha sido repetido lo suficiente. El hábito lo solidifica, lo vuelve paisaje. Y cuando la costumbre se impone sobre el criterio, lo defectuoso se reviste con la pátina de lo incuestionable.
Pero, ¿qué significa que algo está mal hecho? ¿Es un juicio objetivo o un reflejo de expectativas culturales y personales? A veces, lo defectuoso es solo el síntoma de un descuido, de la prisa o de la pereza; otras, la dejadez de quienes no buscan la excelencia; pero también puede ser la torpeza inicial de quien aún aprende, el error fértil de quien experimenta, el temblor de una nueva forma de hacer, o incluso un desliz productivo, una grieta donde se cuela la posibilidad de lo nuevo. Sin embargo, en la mayoría de los casos, lo mal hecho que asumimos como norma es simplemente el resultado de la complacencia, de la falta de exigencia, de un mundo donde lo mínimo es suficiente porque nadie espera más.
Nos hemos habituado a la ineficiencia en todas sus formas. El programa que se cuelga sin motivo, la aplicación que deja de responder, la página web que carga eternamente, las llamadas que se cortan. La ilusión del avance convive con la resignación a su precariedad. Nos prometen tecnología de vanguardia, pero hemos normalizado su fragilidad
También hemos aceptado como cotidianidad los trenes que llegan tarde, los edificios que se construyen con defectos desde el principio, las calles mal asfaltadas, los edificios con goteras antes de ser estrenados, los trámites burocráticos que exigen más de lo necesario sin ofrecer nada a cambio. Nos quejamos, pero seguimos adelante, porque la queja se ha vuelto ritual y no acto de transformación.
En lo cotidiano, lo mal hecho se disfraza de costumbre: correos mal escritos, tareas hechas con descuido, servicios al cliente que no resuelven nada, productos diseñados para durar poco, sistemas de educación que enseñan a aprobar pero no a comprender. Nos hemos adaptado a la obsolescencia, no solo de los objetos, sino de la atención, del rigor, del esfuerzo. Y nos quejamos, sí, pero en el fondo lo aceptamos como parte del tejido habitual de la existencia.
En la comunicación, los mensajes son rápidos, truncos, ambiguos, plagados de errores que ya ni siquiera nos molestamos en corregir. Se ha impuesto la velocidad sobre la claridad, la inmediatez sobre la precisión.
Y en el arte, esta normalización es aún más sutil. Se acepta como válido la producción de imágenes sin alma, la repetición de fórmulas vacías, la obra despojada de intención, lo inmediato, lo carente de profundidad. En fotografía, ¿cuántas imágenes son el resultado de la mera reproducción sin búsqueda? Un desenfoque accidental puede ser un error, pero cuando es consciente y tiene un propósito, se convierte en una decisión artística. Ahí radica la diferencia entre la negligencia y la creatividad, entre la dejadez y la búsqueda.
Lo mal hecho, cuando se acepta como norma, se convierte en un paisaje estático. Y el arte, si es arte de verdad, es siempre una forma de movimiento, de insurrección.
Pero aquí viene la pregunta que me parece más crucial: ¿nos conformamos porque no hay alternativa o porque nos resulta más cómodo? Porque lo mal hecho, cuando se vuelve norma, deja de exigir esfuerzo. Y luchar contra esa normalidad implica una fatiga constante, un empeño por la excelencia que pocos están dispuestos a sostener.
Entonces, ¿estamos condenados a esta normalidad de lo deficiente? ¿O podemos romperla con la insistencia en lo bien hecho, con el esfuerzo de elevar cada acto por encima de la media? Porque si algo define a los artistas, a los filósofos, a los inconformes de toda época, es precisamente su rechazo a la complacencia. Es su empeño en desnormalizar la mediocridad y en reivindicar la belleza del esfuerzo.
Tal vez la clave esté en la mirada atenta. En la resistencia de quien no se conforma. En la voluntad de quienes, como tú, encuentran en la fotografía, en la palabra, una manera de transgredir esa apatía, de capturar no solo lo visible, sino también aquello que se oculta tras la superficie de lo cotidiano.
Porque al final, la única forma de escapar de esta inercia no es solo preguntarnos qué hacer, sino simplemente hacerlo. Porque quien no se conforma, transforma.
Entonces, dime: ¿qué hacemos con esta normalidad de lo mal hecho? ¿Estamos condenados a convivir con la deficiencia, a aceptarla como parte del paisaje? ¿O podemos desafiarla con la insistencia en lo bien hecho, con el esfuerzo de elevar cada acto por encima de la media? ¿Puede el arte, la fotografía, la filosofía, ser una forma de resistencia contra la mediocridad disfrazada de costumbre?
ALGUNOS DATOS TÉCNICOS.
Desde tiempos antiguos, el problema de la mediocridad y la normalización de lo defectuoso ha sido un tema de reflexión en la filosofía, el arte y la literatura. En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset advertía sobre la conformidad de una sociedad que se acostumbra a la tibieza, a lo suficiente, sin buscar la excelencia ni la profundidad. La masa, decía, no aspira a más porque no es consciente de su propia mediocridad; la acepta porque la encuentra cómoda.
Simone Weil, con su lucidez ascética, veía en la rutina del mundo moderno una forma de sometimiento silencioso. En La gravedad y la gracia, hablaba de la atención como el antídoto contra la superficialidad, como una forma de resistencia ante la distracción y la dispersión que nos condenan a aceptar lo deficiente sin cuestionarlo. La mirada atenta, decía, es la que nos salva de la inercia.
Guy Debord, con su crítica feroz en La sociedad del espectáculo, denunciaba cómo la repetición y la reproducción incesante de lo mismo adormecen el pensamiento y reducen la experiencia a un simulacro. Lo mal hecho, en su visión, no es solo una cuestión de descuido o pereza, sino una estrategia de domesticación: lo aceptamos porque se nos presenta como inevitable.
En el arte, Duchamp, con su Fontaine, expuso el dilema de la normalización de lo trivial. Su urinario, presentado como obra de arte, fue un desafío al concepto mismo de creación, pero también una advertencia: si todo puede ser arte, ¿qué lo diferencia de la banalidad? ¿Hasta qué punto el contexto legitima lo mediocre? Por otro lado, Walter Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, alertaba sobre el riesgo de una producción masificada que vacía la obra de su aura, convirtiéndola en un objeto más dentro del paisaje de lo desechable.
Incluso en la literatura, la aceptación de lo mal hecho ha sido un tema recurrente. George Orwell, en 1984, mostraba un mundo donde la degradación del lenguaje iba de la mano con la degradación del pensamiento. Lo deficiente no solo se asumía como norma, sino que se institucionalizaba, se convertía en política de Estado. ¿Y qué otra cosa es la mediocridad normalizada sino una forma de control, un modo de garantizar que nadie exija demasiado, que nadie mire demasiado de cerca?
Borges, con su ironía fina, advertía sobre el peligro de la repetición en la cultura. En sus relatos, lo infinito y lo cíclico se vuelven metáforas de una humanidad condenada a rehacer las mismas fórmulas, a vivir en la cómoda prisión de lo conocido. Y si pensamos en la fotografía, en el acto de mirar, ¿cuántas veces hemos visto imágenes que no buscan nada, que simplemente reproducen lo que ya está ahí, sin tensión ni cuestionamiento?
Quizás, después de todo, la normalización de lo mal hecho no sea solo una cuestión técnica, sino una condición de época, un síntoma de una civilización que ha cambiado el asombro por la indiferencia. Pero si algo nos enseñan estos pensadores es que la resistencia es posible. Que el arte, la filosofía y la mirada crítica pueden abrir fisuras en este paisaje de lo aceptable. Que tal vez, lo primero que debemos hacer es recuperar la capacidad de incomodarnos, de no resignarnos a la pasividad del hábito.





