Del oficio al rendimiento.
De la vocación como forma de vida al trabajo como prestación rentable: una reflexión sobre lo que se pierde cuando todo se mide.
Hubo un tiempo en que el hacer tenía sentido en sí mismo. Un tiempo en que ejercer una profesión no era simplemente ejecutar una tarea a cambio de dinero, sino manifestar, a través de la práctica, una forma de estar en el mundo. La palabra profesión deriva del latín professio, que remite no solo al hecho de ejercer un oficio, sino a “manifestar públicamente” una vocación. El médico cuidaba, el maestro acompañaba, el zapatero sostenía con su saber la marcha de otros. Incluso los oficios más humildes tenían un linaje: una tradición, una destreza que no se aprendía en libros, sino en el roce paciente con la materia y en el contacto cotidiano con la necesidad ajena. Se trataba de una relación íntima entre el cuerpo, el mundo y el saber. El trabajo no era una mercancía. Era una forma de presencia.
Pero algo se quebró. A través de ese tipo de transformaciones lentas que, al no doler de inmediato, no alarman. El mercado, que todo lo disuelve en equivalencias, comenzó a colonizar también el ámbito de lo vocacional. Hoy ya no se es médico, se presta un servicio de salud. No se es maestro, se es facilitador de contenidos. No se es artista, se es generador de producto cultural. El lenguaje mismo ha mutado como indicio de esta pérdida. Profesar —que venía de “manifestar públicamente una creencia”— ha sido sustituido por monetizar, rentabilizar, escalar.
Lo que antes era una profesión, hoy es una función. Lo que antes era un saber encarnado, hoy es una habilidad optimizable. Y lo que antes se cultivaba con esmero, hoy se explota. El profesional ha sido sustituido por el obtenedor: alguien que ya no cultiva una relación con su hacer, sino con su rendimiento. Que no busca el bien, ni la belleza, ni la verdad —esas antiguas brújulas del alma—, sino el beneficio.
Richard Sennett, en su ensayo El artesano, reivindica con lucidez otra ética del trabajo: aquella que encuentra sentido no en el resultado, sino en el proceso mismo. El artesano, para él, no es solo quien domina una técnica, sino quien establece una relación moral con lo que hace. Al comprometerse con el cuidado de la forma, con la lentitud del aprendizaje, con la repetición atenta, encarna una forma de resistencia a la lógica del rendimiento. Frente a la ansiedad de producir más con menos, el artesano cultiva la paciencia de lo bien hecho. Trabaja con las manos, sí, pero también con la conciencia. Su hacer no está dirigido por el cálculo, sino por una fidelidad: la de querer que algo esté bien, aunque nadie lo mida, aunque no se pague mejor.
En este paisaje, el saber ha sido sustituido por la habilidad, la vocación por la competitividad, la formación por la “actualización constante” y la experiencia por los KPIs. No importa qué haces ni para quién: lo único que cuenta es cuánto dinero generas y cuán prescindible eres. Ya no se trata de cultivar una maestría en lo propio, sino de sobrevivir en un mercado que premia al más rentable, no al más sabio.
Esta nueva versión del profesional encarna, con precisión, la lógica dominante: no importa cómo se consigue el dinero, sino que se consiga. Se disuelven así los límites entre lo ético y lo eficaz. La astucia reemplaza a la excelencia. El resultado justifica cualquier medio, incluso cuando ese medio implica despersonalizar, mecanizar, automatizar, robar tiempo, atención o incluso sentido.
Quizá uno de los ejemplos más elocuentes de esta deriva pueda encontrarse en el arte. Ese territorio que fue, durante siglos, el refugio del exceso inútil, de lo inexplicable, de lo no reducible a valor de cambio, ha sido también engullido por la lógica del rendimiento. El artista, ese ser que dialogaba con lo invisible y se perdía entre preguntas, ahora debe justificar su obra en términos de métricas, ventas, visibilidad. El mercado del arte —que en principio debería ser solo un contexto posible, no un fin en sí mismo— ha impuesto sus condiciones: lo que no se vende, no existe. Lo que no produce, no vale. Y así, como advertía Adorno, el arte corre el riesgo de convertirse en un apéndice ornamental del sistema económico que, en teoría, debería criticar o cuestionar.
Esta transformación no es solo estructural, es también íntima. Nos afecta en la percepción que tenemos de nosotros mismos. ¿Cómo sostener una ética del hacer en un mundo que solo mide el tener? ¿Cómo no desfigurarse en la búsqueda de reconocimiento, cuando toda creación es evaluada con la lógica del algoritmo? Nos prometieron libertad, pero nos entregaron al mercado. Nos dijeron que podríamos “ser lo que quisiéramos”, pero olvidaron añadir que solo podríamos serlo si era rentable.
Hannah Arendt, en sus reflexiones sobre la condición humana, distinguía entre el labor, el trabajo y la acción. El primero estaba vinculado a la necesidad biológica, el segundo a la producción de objetos duraderos, y el tercero a la posibilidad de iniciar algo nuevo en el mundo. Hoy, esa distinción se ha desdibujado, y todo ha sido absorbido por una única categoría: la de la utilidad económica. Ya no hay diferencia entre hacer y producir, entre actuar y vender. Lo único que importa es que se obtenga algo. Lo demás es desperdicio, tiempo muerto, improductividad.
Pero ¿qué se pierde cuando alguien deja de ser panadero para ser una unidad de producción de pan, o cuando un escritor deja de escribir libros para “monetizar contenidos”? Se pierde la dignidad de lo singular, el orgullo de lo bien hecho, la paciencia del proceso, la belleza del detalle. Se pierde, sobre todo, la posibilidad de que el trabajo sea una extensión del ser, y no una amputación.
El mundo del trabajo se ha convertido en un territorio donde ya no se crea ni se cultiva: se exprime. La creatividad ha sido convertida en recurso. El talento, en activo. La pasión, en branding personal. Y así, lo que antes era una labor —una obra en el sentido más profundo— se ha convertido en un performance que debe ser monetizable, escalable, exportable.
Y entonces, entre tanto cálculo, brota la pregunta: ¿qué harías si nadie te pagara por hacerlo? ¿Qué parte de ti seguiría actuando incluso sin resultado? ¿Dónde empieza, si es que aún queda, tu fidelidad al gesto puro de hacer?