Del símbolo a la parálisis
El desgaste de las ideologías, la parálisis de sus gestos y la urgencia de volver a pensar la política no como identidad, sino como herramienta para lo real.
Durante siglos, las ideologías políticas funcionaron como brújulas. Nacieron para ordenar el mundo moderno, cuando aún parecía posible cartografiarlo con claridad: izquierda y derecha, progreso y tradición, revolución y orden. En aquel entonces, la historia parecía avanzar en línea recta, y el pensamiento humano confiaba en que podía diseñar el porvenir como un ingeniero traza los planos de una máquina.
Pero el mundo ha cambiado, y con él, nuestras formas de comprenderlo.
La confianza ilustrada en la razón dio paso al desencanto del siglo XX. Las grandes utopías devinieron ruinas; el progreso mostró su rostro ambivalente, y la técnica, que prometía liberación, terminó encadenándonos a nuevas formas de dependencia. Lo humano, en lugar de ocupar el centro del mundo, se vio arrastrado por lógicas que ya no controla: la lógica del capital, del algoritmo, del consumo infinito.
Y mientras tanto, las ideologías fundacionales siguieron operando como casi si nada hubiera cambiado. Pero ha cambiado todo.
La izquierda, nacida al calor de las luchas obreras, hoy lidia con un sujeto político fragmentado, móvil, precarizado. En muchos casos ha abandonado el campo de batalla económico para concentrarse en disputas simbólicas, desconectándose de la vida cotidiana de quienes no tienen tiempo para teorías ni para eslóganes. La derecha, por su parte, se ha replegado en nostalgias identitarias, abrazando un populismo emocional que se presenta como "antipolítico" mientras sostiene, sin fisuras, los intereses del sistema.
Ambos polos giran en torno a una matriz común: el capitalismo como dogma sin alternativa. Un sistema que ha dejado de ser una promesa para convertirse en un agotamiento: de recursos, de vínculos, de sentido. El crecimiento infinito choca con los límites físicos del planeta. La lógica de la eficiencia se infiltra incluso en las relaciones afectivas. El mercado ya no solo organiza la economía, también el deseo.
Ya lo señaló Bauman, al afirmar que hemos pasado de estructuras sólidas a un estado de fluidez constante, donde incluso lo político se vuelve transitorio, inasible, incapaz de fijar compromisos duraderos.
Y no solo fallan los principios: también su ejecución. La política, incluso cuando se reivindica transformadora, se mueve con el freno de mano puesto. Se teme no dar una imagen ideal, decepcionar a la base, perder pureza. Pero esa necesidad constante de parecer perfecto impide a menudo actuar con eficacia. El gesto sustituye al cambio. La estética de la postura sustituye al coraje de la decisión.
El resultado es una política encorsetada por sus propios relatos. Una política que administra la espera mientras el mundo se deshace. Una política que se dice fiel a sus valores pero que, en nombre de ellos, se inmoviliza. ¿De qué sirve declararse anticapitalista si no se interviene el poder real? ¿De qué sirve proclamar el ecologismo si no se enfrentan los intereses que lo sabotean? ¿Y qué defensa de la libertad es esa que convierte todo vínculo en amenaza y todo derecho común en sospecha? ¿De qué sirve hablar de tradición si se abandona a quienes ya no pueden sostenerla? ¿Qué orden se defiende cuando se normaliza la desigualdad como precio del progreso? ¿Qué valor tiene una ideología si no puede soportar el desgaste de aplicarse?
Y mientras tanto, la polarización crece. Los discursos se endurecen, las posiciones se vuelven caricatura, las redes sociales magnifican la confrontación y reducen la política a identidad y pertenencia. Ya no se debate para transformar: se grita para reafirmar.
Lo más inquietante no es solo la obsolescencia de las categorías, sino nuestra incapacidad colectiva para producir otras nuevas. No parece estar naciendo ninguna alternativa sólida, sino multiplicándose el cinismo, la fatiga y el repliegue individualista. La política institucional se asemeja cada vez más a una máquina de repetición, sin imaginación ni coraje. Y la ciudadanía, a menudo, se limita a escoger entre males ya conocidos.
Necesitamos un nuevo pacto con la realidad. Un pensamiento que no prometa redenciones, pero que al menos no renuncie a la lucidez. Una práctica política más modesta, menos épica, pero más conectada con los problemas concretos: el colapso ecológico, la precarización estructural, el desfondamiento afectivo de sociedades solas y “sobreinformadas”.
Hannah Arendt insistía en que la política, en su sentido más pleno, no consiste en imponer ni administrar, sino en actuar en común, en aparecer juntos en el espacio público para pensar, decidir y crear. Si eso es así, quizás el fracaso actual no sea exclusivamente ideológico, sino profundamente humano: hemos convertido la política en un espectáculo y hemos olvidado su dimensión de encuentro.
Quizá no sea tiempo de soñar con revoluciones totales, pero sí de preguntarnos —con crudeza— qué estamos dispuestos a sostener, qué no podemos seguir tolerando y qué tipo de sociedad queremos legar, no como ideal, sino como urgencia.
Quizá la única forma de pensar políticamente hoy sea esta: salir del teatro de las ideologías y entrar, por fin, en el taller de lo real.