Donde habita la ternura, el alma se viste de piel
Una reflexión sobre la sensibilidad compartida entre especies y el derecho a existir en plenitud.
En el corazón de la selva, donde la vida se desliza entre sombras y luces tamizadas por el follaje, habitan entre otros seres vivos, los chimpancés, esos parientes cercanos que nos observan con la misma curiosidad con la que los miramos. Sus gestos, sus miradas, la forma en que se buscan y se tocan, parecen susurrarnos un lenguaje primigenio, anterior a las palabras. Nos preguntamos si sienten como nosotros, si sus emociones anidan en los mismos rincones del alma que las nuestras. Pero, ¿acaso hace falta la palabra para nombrar la ternura?
El ser humano ha erigido su dominio sobre la premisa de la diferencia, otorgándose a sí mismo la exclusividad del sentir, del raciocinio y de la conciencia. Pero cuando observamos a estos seres, cuando detenemos la prisa de nuestra existencia para mirar sus miradas y leer el mensaje que transmiten sus cuerpos, la idea de que la humanidad es el único refugio de la sensibilidad se tambalea. ¿No es la emoción un patrimonio más amplio que nuestras fronteras? ¿No es el sufrimiento, el deseo, el afecto, el asombro, una llama que nos une más allá del lenguaje y la cultura?
La ciencia nos ha dicho que los chimpancés poseen una sociedad compleja, que establecen lazos sociales profundos y que su inteligencia no solo se mide en términos de herramienta y estrategia, sino también en la forma en que cuidan y consuelan a los suyos. Nos han mostrado estudios sobre su capacidad de empatía, sobre cómo consuelan a un compañero en duelo, sobre su risa cuando juegan, su miedo ante el peligro, su placer en el tacto compartido. Pero la ciencia, con toda su precisión, solo es capaz de trazar los contornos de un misterio mucho más profundo: la emoción como puente entre especies, como latido compartido entre lo humano y lo no humano. Algo nos hermana en lo más hondo, en esa vibración que no se dice pero se siente.
Sentimos la emoción en una mirada, en la tensión de un músculo, en el roce sutil de una mano sobre otra. Lo reconocemos en los otros porque lo llevamos dentro. Pero, ¿y ellos? ¿Dónde habita su ternura? Tal vez en la piel que se busca, en los ojos que se encuentran, en el refugio de un abrazo instintivo. Tal vez en ese impulso que los hace cobijarse unos a otros en un gesto de calidez desprovisto de cálculo, de lenguaje o de razón.
Los animales no hablan nuestro idioma, pero saben nombrar el mundo con la piel. Expresan sin palabras lo que nosotros apenas alcanzamos a descifrar: el miedo que paraliza, el asombro ante la vida, la tristeza que pesa en los párpados, la alegría que desborda en un juego. La emoción es un lenguaje universal, bordado en cada gesto, en cada sombra de la mirada. Son seres sintientes, sujetos de sus propias vidas, con deseos, temores y afectos tan legítimos como los nuestros. Y, sin embargo, la historia los ha relegado a la sombra de la existencia humana, despojándolos de su hogar, de su derecho a habitar el mundo en equilibrio con la naturaleza.
El ser humano ha arrebatado su espacio con la expansión voraz de su civilización, ha convertido su selva en territorios fragmentados, en recursos explotables, en un paisaje marcado por la ausencia. Pero no podemos olvidar que ellos son más que cifras en estudios ecológicos, más que curiosidades evolutivas. Son individuos con emociones profundas, con memorias compartidas, con una cultura propia que se transmite entre generaciones. Su existencia merece respeto, no solo por su cercanía con nosotros, sino porque la sensibilidad, la capacidad de sentir y de relacionarse con el mundo, es razón suficiente para reconocerles su derecho a la vida.
Quizá, si nos desprendiéramos de la soberbia de la supremacía, si en lugar de mirar con condescendencia a los otros habitantes del mundo, aprendiéramos a mirarlos con la humildad de quien sabe que no está solo en la inmensidad de la existencia, podríamos comprender que cada latido, cada emoción compartida, es una prueba de que habitamos un mismo tejido de vida.
A través de la fotografía, busco capturar ese sentir, convertirlo en una imagen que conmueva, que despierte conciencia, que nos recuerde nuestra conexión con la vida que nos rodea. Porque el arte no solo es contemplación, sino también una herramienta de transformación. Quizá, al mirarlos, al detenernos en sus expresiones y en la hondura de su ternura, nos miremos también a nosotros mismos, reconociendo en sus gestos un reflejo de lo que somos, de lo que fuimos, de lo que aún podemos ser. Y, tal vez, en esa reflexión, nazca el compromiso de devolverles lo que nunca debió ser arrebatado: su hogar, su libertad, su derecho a existir en plenitud.




