Edad Media, versión beta. Crónica de un feudalismo sin espadas ni castillos.
Vivimos rodeados de interfaces, pero gobernados por lógicas medievales. El poder se ha vuelto invisible, la obediencia se celebra como virtud y la servidumbre ya no necesita cadenas.
Ya no necesita espadas ni catedrales para imponer su ley. Avanza en silencio, disfrazada de eficiencia, envuelta en pantallas que prometen accesibilidad y contienen obediencia. Lo que fue anunciado como triunfo del progreso ha mutado en un nuevo orden oscuro, donde el poder no se ve, pero está presente, donde el juicio se diluye en flujo y la libertad se mide en megabytes. Hemos dejado de pensar el mundo para empezar a navegarlo.
Esta nueva Edad Media se filtra. Se extiende como una lógica subterránea que organiza lo visible y lo decible. Se aloja en el corazón de nuestros hábitos y se reproduce en cada acto cotidiano sin que apenas lo notemos. Y, sin embargo, sus signos son inconfundibles: una servidumbre elegida, una concentración extrema del poder, un mundo fragmentado en microterritorios digitales, una fe ciega en sistemas que no comprendemos, una erosión del juicio, una dependencia emocional hacia marcas y plataformas que reemplazan la pertenencia por la fidelidad.
Pero no basta con culpar a la tecnología. Sería cómodo, incluso ingenuo, pensar que lo que nos encierra es un puñado de aplicaciones diseñadas para atraparnos. Lo que estamos viviendo es más profundo: un reordenamiento simbólico, emocional y estructural del mundo. Un regreso —a veces silencioso, a veces estridente— de lógicas medievales que creíamos superadas. Se trata de una mutación más que de un retroceso.
Esta nueva Edad Media se levanta sobre una servidumbre voluntaria que no necesita grilletes. No hace falta imponer cadenas cuando basta con ofrecer una interfaz seductora. Como ya advirtió Étienne de La Boétie en el siglo XVI, hay un poder que no domina por la fuerza, sino por la costumbre, por el hábito de ceder. Ya no hace falta un señor feudal. Nos gobiernan fuerzas más eficaces: el deseo de aceptación, el miedo a la irrelevancia, la dependencia de estructuras que dan sentido, compañía y sustento. Nos someten sin imponerse, porque han estudiado cómo habitar nuestra voluntad. Hemos aprendido a desear nuestra dependencia, a defenderla incluso con fervor, como si fuera elección.
El poder, en este nuevo medievo, se concentra. En lugar de en reyes absolutos, lo hace sobre una élite difusa y tecnocrática que regula el tiempo, el deseo, el valor de las cosas. Como denunció Byung-Chul Han, habitamos un régimen de positividad y rendimiento, donde la transparencia sustituye al juicio, y el exceso de información anula el conocimiento. Vivimos bajo un sistema de decisiones automatizadas que sustituye el pensamiento por el cálculo. Como en la Edad Media, el pueblo intuye que algo se decide allá arriba, pero no puede entenderlo, y mucho menos discutirlo. No hay ágora, solo interfaz. No hay soberanía, solo adhesión.
La promesa de un mundo interconectado ha devenido en fragmentación. En lugar de comunidad, creamos microclimas digitales, burbujas ideológicas, feudos de opinión. El espacio público se ha convertido en una colmena de cámaras privadas. Cada uno reina en su pequeña parcela, disolviendo al mundo en millones de islotes. Ya no hay conversación: hay simultaneidad ruidosa. Como advirtió Zygmunt Bauman, la modernidad líquida ha disuelto los lazos duraderos, y la hiperconexión no es sinónimo de vínculo, sino de soledad compartida. Como en el medievo, los mapas ya no representan una tierra común, sino un archipiélago de verdades inconexas.
En este escenario fragmentado, se instala de nuevo la fe como forma de orden. Se trata, a diferencia del medievo religioso, de su reflejo secular: la creencia absoluta en que la tecnología resolverá lo que el pensamiento no sabe enfrentar. Fe en el progreso, en la innovación, en el dato. Fe en que hay una aplicación para todo. La complejidad se convierte en misterio, y el misterio, en dogma. Ya no se nos pide pensar; el objetivo es que confiemos. Los nuevos clérigos no llevan sotana; visten bata blanca o título en Silicon Valley. Como en las advertencias de Günther Anders, lo técnico ha superado lo ético, y lo posible ha suplantado lo permisible. Pensamos que podemos porque podemos hacerlo, y ese dogma sustituye cualquier reflexión sobre el deber o el sentido.
Y al igual que en la Edad Media, cuando los saberes quedaban en manos de unos pocos, hoy asistimos a una pérdida del juicio crítico. En esta ocasión no es la ignorancia la causante de esta pérdida, sino la saturación. La abundancia de información no nos hace más lúcidos; nos convierte en más vulnerables. Nos hemos convertido en ejecutores de contenidos, repetidores de consignas, consumidores de discursos precocinados. Pensar se vuelve extenuante. Dudar, peligroso. En medio del ruido, el silencio del pensamiento es casi imposible. Tal vez Walter Benjamin tenía razón: la sobrecarga del relato acaba por borrar la experiencia.
A esto se suma una nueva forma de vasallaje emocional. Como antaño, cuando el vasallo juraba fidelidad a su señor, hoy juramos lealtad a marcas, a influencers, a ideologías de superficie que nos prometen identidad. Nos vinculamos afectivamente a aquello que nos explota con dulzura. Llamamos libertad a esa entrega, pero es una libertad que solo florece dentro de los límites del sistema. Cambiamos fidelidad por sentido, y pertenencia por redención. Nos arrodillamos —con estilo, eso sí— frente al tótem del algoritmo. Como anticipó Guy Debord, en la sociedad del espectáculo la imagen ya no representa la realidad: la reemplaza. Y en ese teatro de imágenes, cada uno representa el papel que el sistema le asigna, convencido de que lo ha elegido.
Pero sería ingenuo pensarlo todo como una imposición exterior, cómoda y silenciosa. No basta con señalar a las estructuras si no estamos dispuestas a mirarnos. Esta nueva Edad Media no ha sido solo tejida por manos invisibles; también nosotros, con cada concesión mínima, hemos contribuido a su edificación. Hemos aceptado el contrato sin leerlo. Hemos cambiado el pensamiento por el gesto automático, la pregunta por la notificación, el silencio por la respuesta inmediata. No nos lo han hecho. Lo hemos permitido. Y en esa cesión cotidiana, reiterada, hemos entregado la soberanía de nuestro juicio a cambio de confort, pertenencia, velocidad.
Es verdad que los mecanismos utilizados para esta mutación son sutiles, sistémicos, poderosos. Pero también es cierto que hemos participado —por acción, por omisión, por comodidad, por miedo— en esa cesión. Hemos alimentado al algoritmo con nuestros gestos. Hemos cambiado el juicio por el clic. Hemos preferido la comodidad de la pertenencia rápida al vértigo del pensamiento libre. Somos, en definitiva, parte del sistema que denunciamos.
Así que sí, el mundo que habitamos parece una nueva Edad Media. Y deberíamos aprender a transitarla sin ceder la mirada. Recuperar el juicio sin arrogancia. Dudar sin cinismo. Amar sin algoritmo.
Y entonces, tal vez, emerja la pregunta verdadera: ¿a quién servimos cuando creemos ser libres?
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com
Un paralelismo muy potente. Me ha gustado especialmente cómo señalas que no es algo únicamente impuesto desde fuera, sino una lógica que todos alimentamos, muchas veces sin quererlo o pensarlo.
Muy bueno 😊😊😃 . Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?