El arte de ceder sin darnos cuenta
Pequeñas renuncias disfrazadas de progreso, concesiones imperceptibles que se acumulan hasta que un día descubrimos que hemos cedido demasiado.
Hay una delgada línea entre la adaptación y la rendición. La historia nos ha enseñado que, muchas veces, los cambios más profundos en la sociedad no llegan con estrépito, sino con susurros. No se imponen de golpe, sino que se infiltran en la rutina, hasta que un día miramos atrás y comprendemos que hemos perdido algo sin siquiera haberlo cuestionado.
La renuncia ha sido disfrazada de progreso, el conformismo de modernidad. Nos han convencido de que ceder es inevitable, que las cosas no pueden ser de otro modo, que o nos adaptamos o quedamos relegados. Y así, bajo el peso de esa inercia, hemos asumido sin resistencia que los servicios sean cada vez menores mientras los precios aumentan; que la responsabilidad de lo que antes era un derecho o una cortesía recaiga sobre nuestros hombros; que las empresas, bajo la bandera de la eficiencia o la sostenibilidad, nos deleguen sus costes sin que notemos el engaño.
Todo empezó con gestos insignificantes. Un día, en el supermercado, nos dijeron que las bolsas ya no serían gratuitas, que ahora debíamos comprarlas. Lo aceptamos porque nos hablaron del medioambiente, de la responsabilidad individual. Pero en el fondo, ¿qué cambió realmente? La tienda ahorró en costes, nosotros seguimos pagando lo mismo por los productos y, además, añadimos un gasto extra. Y lo más irónico: el planeta no ha salido beneficiado como nos prometieron. Y, por si fuera poco, seguimos cargando con el logotipo de la tienda en la bolsa que ahora compramos, como si además de clientes fuéramos también carteles publicitarios ambulantes.
Así se nos ha ido acostumbrando a aceptar cada vez menos.
Los bancos, antaño espacios de servicio al cliente, se han convertido en edificios vacíos donde nosotros mismos hacemos los trámites que antes realizaba un empleado. Nos llaman "autosuficientes", pero en realidad somos trabajadores gratuitos del sistema financiero. Las aerolíneas nos han convencido de que pagar por la maleta, por el asiento, por la tarjeta de embarque impresa, es parte del "modelo de negocio moderno", cuando en realidad es solo una manera más de cobrar por lo que antes estaba incluido. Al principio, solo las aerolíneas de bajo coste cobraban por estos servicios adicionales. Ahora, todas lo hacen, pero siguen vendiendo los billetes al mismo precio de antes. En los restaurantes de comida rápida, nos hemos convertido en nuestros propios camareros: pedimos en una pantalla, recogemos la bandeja, limpiamos la mesa… pero seguimos pagando lo mismo.
Y, lo que es más perverso, muchas de estas estrategias han sido envueltas en un discurso ético: "No pidas ticket para ahorrar papel", "No uses plástico", "Hazlo tú mismo para ser más eficiente". Pero en la balanza, la empresa siempre gana, el cliente nunca recibe un beneficio tangible y el planeta sigue perdiendo. Nos han hecho creer que somos parte de un cambio positivo, cuando en realidad simplemente hemos sido desplazados al otro lado del mostrador.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Porque ceder es cómodo. Porque el conformismo es más fácil que la lucha. Porque la erosión de derechos nunca es abrupta, sino gradual: no nos los arrebatan de un golpe, sino que nos los van quitando tan lentamente que ni siquiera sentimos la pérdida.
La psicología social nos dice que los seres humanos tenemos una alta capacidad de adaptación. Pero la adaptación, que en esencia es una estrategia de supervivencia, puede convertirse en sumisión cuando aceptamos sin cuestionar. Nos acostumbramos a hacer trámites que antes hacía un funcionario, a pagar por servicios que antes eran gratuitos, a trabajar más por el mismo sueldo en pro de nuestra “realización personal”, a gestionar nuestras propias reservas, compras y devoluciones en un sistema que nos ha convertido en empleados involuntarios sin que lo notemos.
Y así, sin darnos cuenta, nos han vaciado la vida de pequeñas cortesías que un tiempo atrás daban sentido a la experiencia de lo colectivo. Antes, un camarero te servía con amabilidad, un hotel te ofrecía limpieza diaria sin condiciones, una llamada a atención al cliente era atendida por una persona, y no por una máquina que ahora te obliga a recorrer un laberinto de opciones inútiles. Antes, comprar un libro, un software o una película significaba poseerlo. Ahora, todo es una suscripción infinita, una pertenencia efímera, una concesión temporal; tan temporal como el tiempo que te mantengas pagándola.
Nos dijeron que la optimización de los servicios era el futuro. Nos lo vendieron como eficiencia. Pero la eficiencia no debería consistir en que paguemos más por lo mismo, ni en que asumamos costes que antes no nos correspondían. Si de verdad todo ha mejorado, si los sistemas se han perfeccionado, ¿por qué entonces cada vez recibimos menos a cambio de lo que pagamos? Nos han convencido de que estas pequeñas renuncias son normales, inevitables, incluso necesarias. Pero cada una oculta una ganancia, y nunca es la nuestra. Porque el propósito nunca fue la comodidad del consumidor ni la salud del planeta, sino la optimización del beneficio.
Y lo más grave no es lo que hemos perdido, sino el hecho de no ser conscientes de haberlo perdido. Que cuando miramos este escenario, no nos indignamos, sino que encogemos los hombros y decimos: "Es lo que hay".
Nos hemos resignado antes de siquiera cuestionarlo. Y la verdadera pérdida no es solo económica, ni práctica. Es la erosión silenciosa de la dignidad: el instante en el que aceptamos que no merecíamos más.
¿Y tú? ¿Cuánto más estás dispuesto a ceder?
Algunos datos técnicos
No es casualidad que hayamos caído en esta trampa sin resistencia. Ya en el siglo XIX, Nietzsche advertía sobre la figura del "último hombre", ese ser conformista que renuncia a la grandeza en nombre de la comodidad, que prefiere la seguridad a la lucha, que acepta lo establecido sin cuestionarlo. En nuestra época, ese "último hombre" no solo ha aceptado pagar más por menos, sino que ha sido convencido de que es su deber hacerlo.
Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, describió cómo el capitalismo ha convertido nuestras vidas en una puesta en escena donde todo se nos presenta como inevitable, como parte de un gran guion preestablecido que nos deja sin margen de acción. Vivimos en un sistema que ha convertido la renuncia en espectáculo y la pasividad en virtud.
Zygmunt Bauman, con su concepto de "modernidad líquida", ya anticipaba que el mundo contemporáneo se caracteriza por su inestabilidad, por la precarización de todo lo que antes era sólido. Las instituciones, los servicios, incluso las relaciones humanas, han sido sometidos a una progresiva volatilización. Así, lo que antes eran certezas —como un banco con empleados, un hotel con servicio de limpieza diario o una aerolínea que no cobraba por lo básico— se han disuelto hasta convertirse en opciones difusas, donde cada mejora es un lujo por el que debemos pagar.
Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, nos habla de cómo hemos pasado de una sociedad disciplinaria, donde la obediencia era impuesta externamente, a una sociedad de autoexplotación, donde somos nosotros mismos quienes aceptamos la carga con una sonrisa, creyendo que estamos eligiendo libremente. Nos hemos convertido en nuestros propios opresores, en los empleados de un sistema que nos exige más a cambio de menos, y lo peor es que lo aceptamos con resignación.
Incluso George Orwell y Aldous Huxley, cada uno a su manera, predijeron este escenario. Orwell nos alertó del control totalitario basado en el miedo, pero Huxley fue más certero: nos previno de un mundo donde la dominación no vendría a través de la violencia, sino del placer y la distracción. No se nos ha obligado a aceptar estos cambios; se nos ha entretenido lo suficiente para que no los notemos.




