El arte de ser interpelado
Hay palabras que incomodan más que otras. Crítica es una de ellas. Nos eriza, nos arma, nos descoloca. ¿Qué lugar queda en nosotros para lo que no nos afirma?
¿Dónde nos situamos cuando alguien nos critica? No es fácil ser criticado. Incluso cuando se hace con respeto, con delicadeza, con lucidez. Hay en toda crítica un pequeño temblor del yo, una fricción que nos recuerda que no somos la imagen perfecta que deseamos proyectar. Pero no es la crítica en sí lo que nos desestabiliza, sino el lugar interior desde el que la recibimos.
Durante siglos, la crítica fue entendida como una forma elevada de diálogo, como un ejercicio de pensamiento. Era, incluso, una muestra de respeto: quien critica, se toma el tiempo de pensar lo que ve, de articular una mirada sobre lo que haces, sobre lo que eres, sobre lo que proyectas. En las artes, en la filosofía, en la política, la crítica era una herramienta de pulido, una forma de entrar en relación con el mundo desde la pregunta, no desde la certeza. Como decía Nietzsche, “no hay hechos, solo interpretaciones”; y toda crítica, al fin y al cabo, es una interpretación que nos sitúa frente a un reflejo que no controlamos. Pero algo ha cambiado.
El sentido de la crítica se ha radicalizado, deformado y, en cierto modo, patologizado, y lo ha hecho de una forma generalizada. La crítica ha dejado de ser percibida como una herramienta de aprendizaje para convertirse, en muchos casos, en una amenaza identitaria. En una sociedad constituida por individuos que ensalzan la autoafirmación por encima de la auto-interrogación, la sola idea de ser cuestionado hiere.
Porque hemos confundido la autoestima con la invulnerabilidad, la dignidad con la inatacabilidad. Como si ser dignos significara no poder ser cuestionados, como si estar bien con uno mismo implicara blindarse de todo roce, de toda mirada que no sea celebración. Pero la verdadera autoestima no se forja en la ausencia de crítica, sino en la capacidad de sostenerla sin derrumbe.
Hemos construido subjetividades que entienden el respeto como reverencia, la aceptación como inmunidad. Y en esa lógica, todo lo que incomoda pasa a ser percibido como una ofensa. Así, confundimos el dolor con el daño, la incomodidad con la injusticia, el desacuerdo con el desprecio. Nos cuesta aceptar que la dignidad no consiste en no ser tocados, sino en poder ser tocados sin perder la forma. Que un yo saludable no es aquel que todo lo soporta sin sentir, ni aquel que reacciona al mínimo roce con ira o cierre, sino el que sabe distinguir entre lo que hiere por revelar y lo que hiere por destruir. Hemos olvidado que no todo lo que duele nos destruye, que a veces, sólo nos desnuda.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Tal vez porque durante décadas hemos cultivado un modelo de autoestima basado más en la protección que en la fortaleza, en el halago constante que en la confrontación amorosa. La pedagogía del refuerzo positivo, mal entendida, ha reemplazado la exigencia del crecimiento por el temor a la frustración. Hemos aprendido que lo importante es sentirse bien, no necesariamente ser verdaderos. Que toda emoción negativa debe ser evitada, no comprendida. A esto se suma la lógica de las redes sociales, donde sólo se expone lo que puede ser celebrado. Vivimos rodeados de filtros, no solo visuales, sino emocionales y discursivos. En ese entorno, la crítica no cabe: interrumpe el aplauso.
Y la cultura del trauma —a veces legítima, otras veces sobreactuada— ha extendido la idea de que todo lo que duele es violento, y que toda violencia debe ser cancelada. Pero no toda incomodidad es injusticia, ni todo dolor implica maltrato. A veces, como decíamos, solo nos desnuda. En este paisaje, el yo se ha vuelto un territorio sagrado e intocable. Pero un yo que no puede ser tocado, tampoco puede ser transformado.
Byung-Chul Han ha hablado de este fenómeno como uno de los signos de la llamada “sociedad del rendimiento”, donde todo debe ser positivo, agradable, motivador, y donde el menor atisbo de negatividad —incluso cuando es lúcida o constructiva— se interpreta como violencia. Lo que no afirma, incomoda. Lo que incomoda, molesta. Y lo que molesta, debe callarse.
Vivimos una cultura donde lo más importante es “ser uno mismo” —una consigna vaga y a menudo vacía—, pero pocas veces se nos enseña a revisar ese “uno mismo” con honestidad, con sentido crítico, con apertura. Y más aún: ese “uno mismo” no suele ser una verdad íntima, sino una construcción estratégica, una versión editada de lo que queremos que los demás crean que somos. No es identidad, sino apariencia sostenida. Se nos entrena en el culto al yo, en la hipersensibilidad como escudo, en la idea de que cualquier objeción a nuestra forma de ser, actuar o pensar es una falta de respeto, una micro-agresión, un juicio ilegítimo. Así, la crítica —por más constructiva que sea— se vive como una agresión al núcleo mismo de la identidad, aunque ese núcleo sea, muchas veces, un artificio cuidadosamente maquillado.
Esta dificultad para ser interpelados no es nueva, pero hoy parece haberse generalizado. Ya en la literatura del siglo XIX encontramos personajes que encarnan con crudeza esta herida. Emma Bovary, por ejemplo, rehúye toda crítica porque la vive como traición a su ensoñación. No tolera la fricción con la realidad: necesita ser admirada, deseada, comprendida sin matices. Y cuando alguien no responde a esa imagen idealizada que ha creado de sí misma, lo siente como una ofensa. En ella, la crítica hiere porque desbarata la ilusión que ha aprendido a habitar.
Dorian Gray, por su parte, representa el rechazo absoluto a todo lo que refleje el deterioro, el límite, la decadencia. Esconde su retrato como quien entierra la conciencia, y cuando ya no puede soportar lo que ve en él, lo destruye. Dorian no sólo no soporta ser criticado: no soporta la verdad de su propio reflejo. En su figura, la crítica es una amenaza mortal al artificio del yo.
Y luego está Iván Llich, cuya tragedia es que nadie le critica. Su vida ha transcurrido sin grandes conflictos, sin fricciones que lo hayan obligado a mirarse de verdad. Únicamente al final, ante la inminencia de la muerte, surge una crítica brutal: la que viene desde dentro. Y como nunca cultivó el arte de ser interpelado, esa voz interior lo desarma. No ha aprendido a dialogar consigo mismo. La crítica que no llega desde fuera se convierte entonces en una herida muda, insoportable, porque ya no hay nadie a quien interpelar, salvo a uno mismo.
La crítica es un espejo: no devuelve verdades absolutas, pero sí ángulos que no vemos desde dentro. Y ahí está su valor. No hay construcción verdadera sin revisión, sin roce, sin límite. No hay crecimiento sin fricción. Pero para que eso sea posible, hace falta un suelo firme dentro de uno mismo, una ética del reconocimiento, una disposición al despojamiento. Michel Foucault, en su célebre ensayo sobre la parresía —el decir veraz—, recordaba que toda verdad dicha a otro, entraña un riesgo: para quien la pronuncia, pero también para quien la recibe. No hay verdad sin valentía, ni escucha verdadera sin incomodidad.
Quizá la pregunta no sea solo dónde nos situamos cuando alguien nos critica, sino quién habita en nosotros cuando eso sucede: ¿la máscara o el alma? ¿el yo blindado o la parte porosa que aún quiere comprender?
Porque tal vez, en esa elección íntima y silenciosa, se revela no solo lo que el otro ve de nosotros, sino lo que todavía estamos dispuestos a aprender.
Responder con humildad no es someterse. Es reconocer que somos seres en tránsito, y que la mirada ajena —aunque incompleta, aunque no siempre justa— puede darnos una pista sobre los lugares que aún no habitamos de nosotros mismos.
Y tú, cuando alguien te critica —con o sin razón—, ¿desde dónde respondes? ¿Desde tu sombra, desde tu escudo, desde tu deseo de comprender? ¿Reconoces qué tipo de yo se pone en juego cuando el otro te dice algo que te toca? ¿Te duele el juicio o el espejo que no controlas?
Yo soy esa persona porosa que quiere seguir creciendo. No siento amenaza ante críticas positivas o negativas. Las reflexiono, medito y tomo una decisión.
Las críticas en esta sociedad cada vez más crispada y violenta aprecio que no le llegan a sus egos. Están viviendo siempre en un campo de batalla.
Gracias Chus por tus reflexiones lúcidas y nobles.
Muy interesante 😃. Lo incluimos también en el diario de Substack en español?