El arte de sostener lo que incomoda
Sobre la creciente intolerancia al disenso y el empobrecimiento del pluralismo
Hace unos días leí un artículo en El País titulado La cultura del voto, que narraba los mecanismos democráticos internos del diario y, al hilo de ello, abordaba una cuestión que me dejó pensando: el aumento de quejas por parte de lectores que no quieren que se publiquen opiniones contrarias a las suyas. No ya textos inexactos o malintencionados —lo cual sería comprensible—, sino simplemente ideas distintas. Discrepantes. Incómodas
.
Lo que estas quejas revelan no es sólo una preferencia editorial, sino una mutación más honda: el paso del lector ciudadano al lector cliente. De quien busca comprender, a quien exige confirmar. Ya no se lee para ampliar el horizonte: el objetivo de la lectura es proteger una identidad. Ya no se confrontan puntos de vista, se consumen certezas. Y en ese tránsito algo muy importante se pierde: el valor de la incomodidad, la riqueza del conflicto, la dignidad del pensamiento que se atreve a tambalearse.
Susan Sontag, en Cuestión de énfasis, recordaba que el pensamiento que nunca incomoda es entretenimiento, no pensamiento. Y Albert Camus, en El hombre rebelde, advertía que la única libertad digna de ese nombre es la que incluye la libertad de disentir: sin ella, la justicia se convierte en dogma y la razón en tiranía.
El lector contemporáneo parece haber sido modelado por la lógica del algoritmo: quiere ver lo que ya le gusta, escuchar lo que ya piensa, confirmar lo que ya cree. Como si el mundo en lugar de ser un lugar por explorar, se hubiera convertido en una burbuja por afianzar. La pluralidad —dice Hannah Arendt— es el fundamento mismo de la política, porque sólo en presencia de otros distintos puede haber mundo común. Pero en una sociedad que ha confundido convivencia con unanimidad, la diferencia se vive como agresión.
Este rechazo al disenso no nace sólo del narcisismo o la fragilidad, sino de una estructura de consumo que ha invadido lo simbólico. Cuando un periódico se percibe como un producto al servicio del lector-cliente, cualquier idea contraria se interpreta como una traición. Se demanda confort ideológico, como quien exige la temperatura exacta del agua en una ducha. Y así, poco a poco, la libertad se ahoga en su propia caricatura.
Jacques Rancière advirtió que la verdadera política comienza cuando aparece un sujeto inesperado que toma la palabra sin haber sido invitado. La política, como el pensamiento, es disenso. No hay democracia sin conflicto, sin fricción, sin ruido. Lo contrario es gestión, es mercado, es espectáculo.
Y, sin embargo, nos falta práctica del desacuerdo. Nos falta educación en la escucha. Pero, sobre todo, nos falta coraje para habitar esa zona intermedia donde el otro no es enemigo ni aliado, es posibilidad.
María Zambrano defendía la necesidad de una razón poética, una razón que sea camino compartido y no que clausure y convierta la verdad en trinchera. Pensar —es decir, leer, dialogar, disentir— es una forma de hospitalidad. Un acto de reconocimiento hacia aquello que no somos, hacia lo que no sabemos todavía.
Porque si todo lo que leemos nos resulta cómodo, quizá no estemos leyendo con el alma abierta, sino con el espejo encendido. Y un espejo, por más brillante que sea, jamás nos llevará a otra parte.
Necesitamos menos convicciones y más preguntas. Menos fe en lo idéntico y más confianza en lo diverso. Interiorizar que el pensamiento no es un refugio. Y si alguna ética nos queda por ejercer, tal vez sea la de tolerar lo que no nos acomoda, sostener la presencia de lo que no compartimos. Como fundamento. Como acto radical de democracia.
A veces, cuando salgo a caminar entre los árboles, pienso que la diversidad no es una amenaza, sino una forma de sabiduría. Ninguna hoja se parece a otra, y sin embargo forman bosque. Ninguna mirada abarca el todo, y sin embargo el mundo sigue ahí, girando, como si esperara que algún día aprendamos a sostener el desacuerdo sin rompernos. O quizá a rompernos un poco, pero sin miedo. Como se rompe una costra para que sane la herida.
Porque, pensar juntos no es coincidir; es escucharse. Y escribir —como mirar— es siempre tender una línea hacia el otro. Incluso hacia ese otro que no entiende, que no comparte, que no nos devuelve el reflejo.
¿Y tú? ¿Sigues leyendo para abrir horizontes o sólo buscas confirmarte en lo que ya piensas?
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