El eco de la bala: ética, antropocentrismo y la sombra de la caza.
Tras la bala, la arrogancia. la caza revela el antropocentrismo y la herida moral de quienes llaman tradición a la violencia.
"La paz es la única batalla que vale la pena librar." Albert Camus
La escena es sencilla, casi arquetípica: un hombre frente a un animal. Entre ambos, un arma que acorta distancias, que rompe la asimetría de la naturaleza y convierte la vida en un instante suspendido. Apretar un gatillo es un gesto aparentemente banal, un movimiento de dedo. Pero en él se concentra una carga simbólica: la decisión de terminar con la existencia de otro ser, de imponer sobre lo vivo la soberanía de la muerte.
Antaño, la caza era necesidad. Era el pulso directo con la supervivencia, el rito donde el hombre se sabía frágil, dependiente del azar y de la fuerza. Hoy, en cambio, cuando los supermercados desbordan de alimentos, la caza persiste como deporte, como pasatiempo, como trofeo. Y ahí se abre una pregunta incómoda: ¿qué revela de una persona el hecho de disfrutar con el acto de matar?
La ética nos recuerda que todo sufrimiento es una llamada. Simone Weil insistía en que la grandeza del ser humano se mide por su respuesta ante el dolor del otro. Emmanuel Levinas, por su parte, afirmaba que el rostro del otro nos interpela con un mandato ineludible: “no matarás”. ¿Qué ocurre, entonces, cuando el rostro que nos mira es animal y esa llamada se desoye? El cazador que halla placer en la muerte del ciervo o del jabalí no solo ejerce violencia sobre el animal, sino que pone en evidencia su manera de relacionarse con la alteridad: como dominio, no como encuentro.
La caza, al fin, no habla solo de nuestra relación con los animales, sino de nuestra propia sensibilidad. Es un espejo de lo humano en su forma más desnuda: la pulsión de dominar, la incapacidad de reconocer en lo otro una alteridad legítima. El cazador que halla placer en la muerte del animal no se limita a ejercer violencia sobre él: manifiesta una ética de poder que, como advirtió Nietzsche, esconde una “voluntad de dominio” profundamente arraigada en la condición humana. No es el alimento lo que se persigue, sino la afirmación de una supremacía.
Hannah Arendt escribió que la verdadera grandeza del hombre reside en su capacidad de acción compartida, en crear un mundo común con otros. La caza representa, por el contrario, la negación de esa posibilidad: el gesto solitario de quien convierte al otro en objeto de uso, de quien reduce la pluralidad a mera materia de apropiación. En este sentido, la cinegética revela un modo de estar en el mundo que no reconoce la dignidad de lo vivo, sino que lo transforma en trofeo, en cifra de un triunfo sobre lo vulnerable.
Levinas insistía en que el rostro del Otro se alza siempre con un mandato: “no matarás”. Cuando ese rostro es animal y el cazador elige ignorarlo, se hace visible nuestra incapacidad como especie para ampliar el círculo de la responsabilidad. Lo que allí se juega no es un disparo aislado, sino el reflejo de una matriz antropocéntrica que legitima la violencia siempre que esté dirigida hacia lo que consideramos inferior o prescindible.
La caza, entonces, no es un hecho aislado: es una alegoría de cómo tratamos lo distinto en todos los planos. El gozo en la muerte del animal anticipa, en otro registro, la indiferencia ante el sufrimiento humano cuando no pertenece a nuestro clan, nuestra nación o nuestra esfera de interés. Es el eco de un mismo gesto: reducir al otro a recurso, a obstáculo o a trofeo.
Y, sin embargo, la caza no se agota en el disparo: es un mundo tejido de desprecio hacia la vida. No solo la del animal que cae abatido, sino también la de los perros utilizados como herramientas. Animales reducidos a instrumentos, forzados a obedecer hasta el agotamiento, abandonados cuando envejecen o no rinden. La violencia cinegética se extiende en círculos concéntricos: alcanza al ciervo, al jabalí, a la perdiz, pero también a esos compañeros de jauría convertidos en objetos descartables. Es un ecosistema de crueldad donde la muerte se normaliza, donde la vida vale en función de su utilidad para la cacería.
Ese universo no se sostiene por necesidad, sino por arrogancia. En el cazador no hay respeto por lo vivo, sino la convicción de que todo puede ser sometido: el bosque, el animal salvaje, el perro de caza. Es una pedagogía del desprecio. Desde pequeño se aprende que la bala no es muerte, sino victoria; que el perro no es compañero, sino herramienta; que la sangre derramada es símbolo de virilidad o de éxito. Se enseña a encajar esa violencia como si fuera natural, como si matar fuera un derecho hereditario.
Pero lo que se esconde tras esa cultura es una fractura moral. Porque quien se habitúa a dominar la vida, a degradarla en nombre del placer o de la tradición, acaba encajando en una lógica más amplia: la del poder que desprecia, la del hombre que mide su valor en capacidad de someter. La caza, más que un pasatiempo, es un lenguaje de violencia normalizada. Y en esa normalización se revela la herida: la incapacidad de concebir lo vivo como digno en sí mismo, la negación sistemática del respeto.
Uno de los argumentos más repetidos para legitimar la caza es el de la necesidad de mantener el equilibrio de los ecosistemas. Se dice que es preciso controlar la población de ciertas especies, que sin la intervención humana el bosque colapsaría, que la caza es, en definitiva, un acto de conservación. Pero hay ironías que hieren: ¿no fue precisamente el hombre quien primero desajustó ese equilibrio, talando bosques, exterminando depredadores naturales, alterando hábitats?
El cazador se presenta así como médico de un enfermo al que él mismo ha contagiado, como guardián de un orden que su propia especie ha quebrado. Se otorga la potestad de decidir quién sobra y quién merece vivir, arrogándose un rol de árbitro de la naturaleza. Lo que subyace aquí es un antropocentrismo profundo: la idea de que todo lo vivo necesita de la mano humana para organizarse, como si el mundo natural no hubiera funcionado durante millones de años sin nuestra tutela.
La paradoja es cruel. Bajo el pretexto de “salvar” un ecosistema, se mata a los mismos animales que encarnan la vida de ese ecosistema. Se dispara para equilibrar, se destruye para conservar. Y en el fondo, lo que late es la misma pulsión de poder: la necesidad de afirmar que nada escapa al dominio humano, que incluso la compleja trama de la naturaleza debe plegarse a nuestras reglas. Ese discurso, presentado como técnico o científico, revela en realidad la persistencia de un mito: el del hombre como centro y medida de todo, como guardián indispensable de una naturaleza incapaz de valerse por sí misma. Un mito que no conserva, sino que prolonga la violencia bajo una máscara de legitimidad.
Se suele apelar a la tradición como escudo y a la conservación como excusa, pero lo que queda es siempre lo mismo: la imagen de un cazador que posa junto a su presa, que sonríe ante la cámara mientras el animal yace muerto a sus pies. Esa imagen no encarna una destreza ni un saber ancestral: encaja, más bien, en la larga genealogía del desprecio, en la estirpe de quienes han confundido poder con dignidad, dominio con grandeza. Y en esa confusión se escribe, una y otra vez, la sombra de lo humano que aún no ha aprendido a convivir sin matar.
El ser humano se define también por cómo se relaciona con lo vulnerable. Cazar no es solo un acto individual; es un síntoma colectivo, una herida que se perpetúa en nombre de la costumbre o del placer, la barbarie legitimada por el orgullo humano. Y, sin embargo, el desafío ético de nuestro tiempo sigue siendo el mismo que intuyó Camus: luchar la única batalla que merece librarse, la de la paz, la del respeto hacia todo lo vivo.
Y entonces, frente a toda teoría, queda la experiencia. Un recuerdo, una escena que late en mi imaginario, escrita bajo el título: DONDE MUEREN LOS CIERVOS.
El alba apenas lograba abrirse paso entre las nubes densas y pesadas que, como una amenaza latente, colgaban bajas sobre el horizonte. El aire era gélido, cortante, un lamento sostenido que arrastraba una humedad que se aferraba a la piel como un manto helado. El bosque parecía haberse vestido de sombras; los árboles desnudos extendían sus extremidades a modo de dedos retorcidos, sus siluetas destacaban contra el gris del cielo y el suelo estaba endurecido por una escarcha que crujía con cada paso, como si protestara por el peso de los intrusos.
El silencio resultaba abrumador. Ni un trino ni un susurro del viento lo rompían, solo el lejano y monótono graznido de un cuervo que se perdía a lo lejos. Incluso los animales del bosque parecían haber cedido a un pacto de afonía, como si presintieran que algo oscuro se cernía sobre aquella mañana.
Entonces sucedió. El disparo de la escopeta de mi padre rasgó el aire con una brutalidad que destrozó la quietud, como si el mundo hubiera exhalado un grito de agonía.
El ciervo cayó al suelo y el bosque entero contuvo la respiración durante un instante. Corrí hacia él sin pensar, ajena a la voz grave y llena de advertencias de mi padre que rugía desde la distancia:
—¡Vuelve aquí! ¡Esas bestias son peligrosas cuando se están muriendo!
No quise escuchar. En mi mente, solo había espacio para aquel ciervo cuya vida se apagaba ante mis ojos. Apoyé, sobre su pecho, mis manos temblorosas y diminutas. El calor de la sangre aún palpitaba bajo su piel, el recordatorio de un torrente de vida que se seca. Cerré los ojos y sentí...
Un fogonazo de dolor abrasador estalla en mi pecho. Un rugido metálico resuena en mis oídos, seguido por un zumbido agudo que ahoga todos los demás sonidos. La confusión nubla mi mente y, por un instante, no sé qué ha pasado. En seguida la realidad se impone con brutalidad. Un calor pegajoso mancha mi pelaje y un olor a óxido invade mis sentidos. Intento moverme, pero una oleada de náuseas me obliga a quedarme quieto. La agonía comienza. Cada respiración es una tortura. Un jadeo entrecortado llena mis pulmones de un aire áspero y doloroso. El frío se apodera de mis extremidades mientras un sudor helado brota en mi frente. La vista se me nubla y los colores se tornan pálidos y difusos. La impotencia y el miedo me atenazan. Un terror visceral me consume. No quiero morir.
Pero la lucha es inútil. La oscuridad me envuelve poco a poco, como una espesa nube sofocante que me roba la luz y la esperanza. Un silencio profundo se apodera de mi ser y solo queda la agonía, un dolor sordo e implacable que consume mi cuerpo. En un último esfuerzo, trato de aferrarme a algo, a cualquier cosa que me mantenga conectado a la vida. Pero todo se desvanece, se desintegra en la niebla que me traga. Y entonces un silencio absoluto, una quietud profunda. Mi cuerpo yace inerte… una sombra pálida en la tierra.
El ciervo exhaló su último aliento, y el bosque pareció expeler un suspiro profundo y doliente, como si compartiera el peso de una pérdida que, al no poder expresar con palabras, mostraba con el crujir de las ramas y el lamento sordo del viento entre los árboles que, de pronto, había despertado. Me quedé allí, inmóvil, con lágrimas surcando mi rostro y el corazón latiendo como el tic-tac de un reloj descompasado, errático y ajado, mientras el cuerpo inerte del animal comenzaba a enfriarse bajo mis manos. Sumida en un profundo desasosiego por lo que acababa de vivir, no me di cuenta de que mi padre se acercaba con paso firme y furia latiendo bajo sus venas. De pronto, el frío metal de su anillo sobre mi mejilla se hizo presente, y en un instante sentí en mis labios un hilo de sangre que provenía de la herida que me había infligido. Entonces, mi padre empezó a zarandearme con una furia tan desbordada que cada sacudida parecía arrancarme el aliento, como si quisiera borrar mi existencia en el vaivén de sus manos.
—¡No vuelvas a desobedecerme!, ¿me oyes? —rugió con ojos con heridas abiertas de ira—. ¡La próxima vez te doy tal paliza que ni tu madre va a poder reconocerte! —Vociferaba como un trueno cargado de rabia mientras me arrastraba hacia el coche, sujetándome con tanta fuerza que mis pies apenas lograban tocar el suelo, reducidos a un intento inútil de mantener el equilibrio.
—¡Quédate aquí, quieta y callá! Si sigues gimiendo voy a tener que darte motivos para que llores de verdad—espetó mientras me empujaba hacia el interior del coche.
—¡Miguel, échame una mano para cargar la res!, —dijo mi padre con una voz que no tiene que pedir permiso para ser escuchada, áspera como la corteza de un árbol viejo y rugosa como la piel de un elefante.
—¡Voy, Pedro! —contestó Miguel, su compañero de caza, con una voz titubeante y dejando entrever unos dientes que parecían haber estado masticando clavos oxidados toda su vida.
Desde la ventanilla del coche, pude ver cómo subieron y ataron el cuerpo del ciervo en el remolque, manipulándolo con indiferencia, como si su vida no hubiera tenido más valor que la de un objeto desechable, desprovisto de significado y dignidad. Acto seguido se montaron en el coche. Y así, en medio de la indolencia hacia el sufrimiento provocado, comenzó el viaje de vuelta a casa.
Durante el trayecto, mi padre y Miguel conversaron sobre el éxito de la mañana de caza. Yo los escuchaba, pero no podía dejar de pensar en el dolor que había sentido. Sus palabras me perforaban los oídos como agujas. Mi padre se regodeaba de su hazaña, con una risa cruel, tan hueca como un alma que ha aprendido a ignorar la vida ajena.
La mañana transcurrió con el mismo color con el que había amanecido: un cielo cubierto de nubes espesas que no prometía ni lluvia ni luz. Un cielo de un gris pesado, opresor, que parecía absorber todo color del paisaje. A medida que el coche avanzaba por aquella carretera estrecha y sinuosa que parecía una cicatriz que se desliza entre la densidad del bosque, o tal vez una línea perdida en un paisaje que no ofrece refugio, las ramas desnudas de los árboles arañaban el aire, agitadas por un viento que no sentía, pero que imaginaba frío y cortante. Los troncos, oscuros y agrietados, parecían antiguos testigos de secretos que nunca contarían, y cada uno de ellos se mostraba, ante mis ojos, más amenazante que el anterior. Observaba el bosque imperturbable y sombrío, cargado de tristeza sin consuelo.
Después de un rato de silencio, mi padre bajó la ventanilla del coche para tirar el palillo que masticaba con avidez, golpeó el volante con violencia y, tras una fuerte carcajada que dejaba entrever una dentadura más propia de un lobo que de un hombre, dijo con su voz ruda y áspera:
—Miguel, ¿has visto el tamaño del bicho? ¡Es impresionante! Me siento un maldito rey dominando a estas criaturas como si fueran putas marionetas.
Pedro escupió la caperuza del puro que se disponía a fumar y contestó:
—¡Menudo bicho, Pedro! Eres increíble. ¡Cómo me gustaría poder cazar un animal así! Y esas astas… ¡Son la hostia! ¿Qué vas a hacer con ellas? —preguntó, anticipando el momento de gloria que siempre se presenta tras la caza.
La respuesta de mi padre no se hizo esperar. Resonó con una crudeza que me estremeció hasta lo más profundo de mi ser.
—¿Que qué voy a hacer? Voy a cortarle la maldita cabeza y a colgarla en el salón para que todo el mundo pueda verla.
Sus palabras me golpearon como si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago y otra vez empecé a llorar. De pronto, mi padre buscó mi mirada a través del retrovisor y, al verme sollozar, gritó exaltado:
—¡Quieres dejar de llorar, blandengue de mierda!, eres peor que tu madre, todo el santo día con su histerismo. ¿Por qué lloras?, ¡es un animal! ¡No sirven para otra cosa!
Miguel, intentando calmar la furia de mi padre, susurró con voz tenue:
—¡Deja a la pobre chavala tranquila, está asustada!
Pero mi padre lo acalló con un bufido:
—¿Pobre chavala?, pero si está gimiendo como una niña pequeña sin motivo! Vaya mierda de suerte la mía, una hija y me sale como su madre.
Yo tenía un nudo tan grande en la garganta que no podía decir palabra. Cerré los ojos para parecer dormida con la esperanza de que su insistencia finalmente cesara.
—Miguel, creo que se ha dormido —dijo Pedro buscando conciliar la escena.
Sentí cómo mi padre volvía a mirar a través del retrovisor para comprobar que tenía los ojos cerrados. A continuación, y tras escupir por la ventanilla del coche, dijo:
—Al menos nos ahorraremos sus estúpidos lloriqueos.
El trayecto continuó acompañado de un desfile de palabras cargadas de orgullo y de desprecio; un murmullo de triunfo y camaradería: mi padre se jactaba de su trofeo como un rey bárbaro y Miguel le seguía el juego alabando su hazaña.
Abrí los ojos, volví a mirar por la ventana y vi cómo las hojas muertas cubrían el suelo en una alfombra irregular. Sus tonos marrones y apagados parecían el eco de algo que una vez fue hermoso, y que ahora había sido reducido a ruinas.
A lo lejos, un cuervo solitario cruzó el cielo con un aleteo lento y pesado. Su figura negra cortó el horizonte, y sentí que ese vuelo era un presagio oscuro, una sombra que no sólo atravesaba el cielo, sino también mi interior. Aquella figura parecía cargar con el peso de algo que yo no lograba nombrar, pero que se me anclaba en el pecho como una piedra helada. A cada batir de sus alas, el cuervo me recordaba el inmenso dolor que había sentido esa mañana.
El coche seguía avanzando, devorando el camino con el rugido sordo del motor, mientras mi padre y Miguel continuaban su diálogo, ahora una cacofonía distante para mis oídos. Todo dentro de mí estaba en silencio. Sentía un vacío tan profundo como el que envolvía el bosque al amanecer. Mi mente volvió al ciervo, al corazón que aún palpitaba bajo mi mano antes de que se desvaneciera su latido, al momento en que su agonía se fundió con la mía. Cerré los ojos de nuevo tratando de apagar esas imágenes, pero solo lograba ver el rojo de su sangre, el gris de las nubes y el negro del cuervo.
El bosque comenzó a desaparecer, las sombras de los árboles se hicieron menos densas y el paisaje se abrió hacia campos y praderas y, finalmente, hacia la carretera asfaltada que llevaba al pueblo. El cambio de escenario no trajo alivio, sino una extraña sensación de huella, como si todo lo que había ocurrido en el bosque estuviera grabado en mi piel, en el aire que respiraba, en cada latido quebrado de mi corazón.
Cuando llegamos, mi padre detuvo el coche frente a la casa. El motor se apagó con un temblor final y el mundo quedó en un silencio pesado que parecía no tener fin. Antes de bajar lo vi girarse hacia mí, con sus ojos aún repletos de ira. No dijo una palabra, pero su mirada era suficiente para recordarme lo que debía ser: callada, sumisa, invisible.
Bajé del coche en silencio, mis pies tocando el suelo con una torpeza que delataba mi agotamiento. Mi madre nos esperaba en la puerta con su rostro marcado por la resignación de quien ha dejado de esperar algo diferente. No le dijo nada, ni él a ella. Cruzaron miradas, un intercambio mudo que hablaba de años de palabras no dichas y de batallas ya perdidas.
Entré en la casa y me refugié en mi habitación. Cerré la puerta, pero no pude dejar atrás el mundo que llevaba dentro. Me senté en el suelo, junto a la ventana, y miré al horizonte. El cuervo había desaparecido, pero el cielo seguía siendo del mismo gris, opresivo y eterno. Lloré, sola y en silencio.
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Creo que lo doloroso aquí no es la acción de quitar la vida a un animal como tal, sino cómo se hace y el poder que parece que otorga a quien lo hace, como bien describes. Los humanos jugamos a ser reyes del mundo, cazando, pero también talando árboles, generando residuos y extrayendo minerales para el crecimiento de nuestras sociedades. Esa superioridad, que aunque tenga consecuencias irremediables, me gusta recordar que no es más que una ilusión, porque al fin y al cabo no somos más que otro animal cualquiera.
Madre mía Chus, acabas de tocar un tema que me escuece cada vez que pienso en ello. Como puede haber seres humanos que se entretengan con este "deporte". Luego te leo y si puedo comento.