El eco del juicio
Del miedo al juicio, del juicio al silencio: anatomía de una defensa moral.
A menudo no juzgamos a una persona: juzgamos la sombra que proyecta sobre nuestro desconocimiento. Nos bastan unos pocos gestos, una palabra interpretada a destiempo, un silencio que creemos significativo, y ya tejemos una historia completa. Fabricamos una versión del otro sin haberlo escuchado. Nos precipitamos a llenar los huecos que deja lo que ignoramos con suposiciones, porque el vacío, esa tierra donde podría germinar la verdad, nos incomoda.
Lo más inquietante no es que juzguemos con tan poca información, sino que rara vez ofrecemos al otro la posibilidad de explicarse. Tememos la complejidad, la ambigüedad, la matización que pone en riesgo la comodidad de nuestro veredicto. Preferimos el relato cerrado, el dibujo sin grietas. El juicio nos da sensación de control.
Hay también una forma de contagio del juicio: cuando una persona a la que admiramos, y cuya admiración, a menudo, es fruto del mismo proceso, nos ofrece su opinión sobre alguien, tendemos a hacerla nuestra sin contraste ni experiencia. Así, replicamos juicios ajenos como si fueran propios, copiamos emociones prestadas, repetimos sin pensar los adjetivos de otro. Nuestra mirada se vuelve eco. En ese instante dejamos de conocer por nosotros mismos. Nos volvemos transmisores de una verdad heredada, no testigos de una verdad vivida. Y entonces el otro deja de existir como posibilidad: se convierte en una etiqueta, en un rumor, en una versión amputada de sí mismo.
Pero ¿de dónde nace este impulso a juzgar? Juzgar es, en el fondo, un mecanismo de defensa. Nace del miedo a la incertidumbre y del impulso de dotar de sentido a aquello que no comprendemos. Desde tiempos remotos, el ser humano ha necesitado clasificar el mundo: lo seguro y lo amenazante, lo propio y lo ajeno, el aliado y el enemigo. El juicio surgió como herramienta de supervivencia, pero con el tiempo se volvió una forma de violencia.
Sin embargo, el miedo y la necesidad de control no son sus únicas raíces. El juicio nace también del deseo de afirmación: juzgar nos permite distinguirnos, trazar el contorno del yo frente al otro. En cada juicio hay una búsqueda de identidad. Cuando señalo una falta ajena, declaro implícitamente mi virtud. Así, juzgamos para sentirnos en el lado correcto, para reafirmar el espejismo de una superioridad moral que apacigua nuestras inseguridades.
A menudo, además, el juicio nace de la proyección. Lo que más nos irrita del otro suele ser lo que reconocemos, aunque no lo confesemos, en nosotros mismos. Freud lo llamó desplazamiento: el juicio como espejo invertido, como mecanismo para exiliar de nuestra conciencia aquello que rechazamos de nuestra propia sombra.
Hay también una raíz cultural. Aprendemos a juzgar desde el lenguaje, desde los valores heredados, desde las estructuras morales y sociales que moldean lo que consideramos aceptable. Juzgamos desde la voz colectiva que habla dentro de nosotros. Así, no siempre condenamos al otro por lo que hace, sino porque contradice el orden simbólico que habitamos.
Y hay un origen más íntimo aún: juzgamos porque no soportamos el misterio. La existencia ajena nos resulta inabarcable, y reducirla a una etiqueta nos tranquiliza. Nombrar, clasificar, sentenciar son formas de domesticar lo desconocido. Pero al hacerlo, renunciamos a la posibilidad de conocer de verdad.
También hay juicios que nacen del sentimiento de haberse sentido engañados. Cuando alguien nos decepciona, o creemos que lo hace, el juicio surge como un intento de restablecer el equilibrio perdido. Sentirnos engañados hiere nuestra confianza y, con ella, nuestra autoestima: juzgar al otro nos permite recuperar la sensación de control. En ese caso, el juicio no es tanto una búsqueda de verdad como una reacción al dolor.
Creer que alguien no ha sido sincero, aunque la sospecha sea infundada, activa la herida de la traición. Y toda traición exige un culpable. Por eso juzgamos con tanta rapidez a quien nos descoloca: porque el juicio alivia la incomodidad del desengaño. En realidad, no juzgamos al otro, sino nuestra propia decepción.
La persona que juzga en ese contexto no defiende una verdad, sino su necesidad de coherencia emocional. Prefiere transformar la duda en certeza antes que habitar el territorio ambiguo del quizá. Así, el juicio se convierte en una forma de defensa frente a la fragilidad. Es más fácil borrar que comprender, más cómodo apartar que mirar de nuevo.
Hoy no juzgamos para sobrevivir, sino para sostener la frágil arquitectura de nuestra identidad. Juzgar nos tranquiliza porque coloca al otro en un lugar comprensible. El juicio simplifica: convierte lo complejo en nítido, lo ambiguo en categórico. Nos evita el trabajo de comprender y el riesgo de empatizar. Cuando juzgamos, levantamos un muro que nos preserva de la confusión, pero también de la verdad.
En el fondo, el juicio responde a una doble necesidad: control y pertenencia.
Control, porque todo lo que no comprendemos nos amenaza. Necesitamos ordenar el caos, incluso a costa de inventar explicaciones. Bachelard decía que el miedo a lo desconocido engendra supersticiones; hoy engendra juicios. Y pertenencia, porque el juicio compartido crea comunidad. Coincidir en la condena de alguien refuerza la cohesión del grupo; nos hace sentir del mismo lado. En ese gesto se esconde algo primitivo: la tribu que se reafirma al señalar al disidente.
Nietzsche entendió que juzgar es una forma de ejercer poder. Quien juzga se eleva sobre lo juzgado, aunque sea por un instante. El juicio nos otorga una identidad moral instantánea: el bueno frente al malo, el lúcido frente al equivocado. Por eso resulta tan adictivo: alimenta el ego y anestesia la duda. Pero en esa exaltación moral hay algo trágico, porque quien juzga también se encierra en su propio veredicto.
La era digital ha multiplicado este impulso hasta el paroxismo. Juzgar, ahora, es una representación pública. Lo que antes se pensaba en silencio se proclama en las redes, donde cada opinión se convierte en una insignia identitaria. El juicio ha dejado de ser un proceso reflexivo para transformarse en un gesto performativo.
El algoritmo premia la certeza, no la prudencia. La frase lapidaria se impone sobre la reflexión. Las redes sociales han convertido la opinión en moneda y la indignación en espectáculo. En este escenario, la duda se interpreta como debilidad y la complejidad como desinterés. Así, la rapidez sustituye a la razón: un clic se impone al pensamiento.
El juicio viral funciona como un rumor colectivo: se propaga sin necesidad de contrastar; basta con la repetición para que adquiera apariencia de verdad. La reputación de alguien puede desintegrarse en horas, sin que nadie se haya detenido a preguntar qué ocurrió realmente. La lógica de la inmediatez destruye la escucha.
Byung-Chul Han advirtió que la hipercomunicación no genera más comprensión, sino más control, más exposición, más juicio. Vivimos en un teatro de transparencia donde cada palabra puede volverse prueba, cada silencio sospecha. El resultado es una cultura de vigilancia mutua, donde el miedo a ser juzgado nos lleva, paradójicamente, a juzgar más.
Pero el juicio no siempre se manifiesta de manera ruidosa. Existe otra forma de manifestación más silenciosa, y no por ello menos devastadora: el juicio que no se dice, pero se ejecuta.
Ya no es necesario discutir, argumentar, ni siquiera expresar desacuerdo. Basta con desaparecer. Dejar de seguir, de responder, de comentar. El veredicto se traduce en ausencia. El silencio se convierte en sentencia.
En este nuevo código social, la exclusión sustituye a la palabra. No se busca entender ni reparar: se corta el lazo. Es una forma de juicio sin diálogo, una condena sin proceso. La ejecución ocurre con la frialdad de un clic, pero su efecto es profundo: el otro queda reducido a un gesto malinterpretado, expulsado del pequeño círculo de atención donde se mide hoy la existencia.
Lo paradójico es que esta forma de juicio no libera a quien la ejerce. Al contrario, lo encierra en una economía emocional de control y sospecha. Rompemos vínculos como se borran archivos, con la misma lógica higiénica del descarte. Y así, el espacio de lo humano se contrae: ya no se habita el desacuerdo, solo la eliminación.
Byung-Chul Han habló del imperio de la positividad, donde, en lugar de conflicto se produce la desconexión. En este contexto, el juicio se ejecuta sin palabras porque el disenso resulta insoportable. La diferencia ya no se debate: se silencia. Y ese silencio, que podría ser gesto de prudencia, se ha convertido en mecanismo de exclusión.
Hannah Arendt escribió que el juicio exige pensar desde el lugar del otro. Pero para hacerlo, hay que permanecer en el vínculo, sostener la incomodidad, dar tiempo a la palabra. Cuando desaparecemos sin explicaciones, negamos al otro la posibilidad de comprender, y con ello nos negamos también a nosotros la experiencia de la empatía.
Suspender el juicio se ha vuelto un acto de resistencia. Hoy, que se nos exige pronunciarnos de inmediato, callar, observar y escuchar son gestos radicales. Porque demorar la sentencia es recuperar la autonomía de la mirada.
Si quieres saber más sobre mí: www.chusrecio.com





Esta reflexión debería ser un recordatorio esencial antes de lanzarse en lo digital a opinar y juzgar. Se olvida que al otro lado hay una persona, con sus vicisitudes.
Si me lo permites, añadiría que hoy en día el juicio y el posicionamiento se han convertido en una señalización de "virtud" a nuestro entorno.
Gracias, Chus.
Gracias, Chus, por estar de acuerdo en que mencionemos tu artículo, que ha salido en la edición del Diario de hoy: https://columnas.substack.com/p/por-que-vender-nuestro-trabajo-drena