El espejo roto del antropocentrismo
La mirada antropocéntrica reduce a los animales a caricatura, mercancía o capricho, negándoles su valor propio de existir.
La última vez que caminé por un parque zoológico escuché ecos de una mirada torcida: “¡Mira, si tiene manos!”, dijo alguien frente a un primate que, en silencio, se recogía en un rincón. “¡Mira cómo camina, parece un borracho!”, añadió otro, entre carcajadas. Aquellas palabras, más que describir, reducían: transformaban la vida en caricatura. Lo que se abría ante los ojos no era un ser vivo, con su misterio y dignidad intacta, sino un espejo deformado de lo humano, un juguete verbal sostenido por la ignorancia y por la arrogancia de quien se cree propietario del mundo.
Ese gesto —apuntar, comparar, ridiculizar— no es anecdótico. Es el reflejo de una cultura entera que ha aprendido a mirar lo vivo desde una sola medida: la del hombre. El antropocentrismo es la idea de que somos el centro, la cima, el fin último de la creación. Y bajo ese dogma milenario se ha legitimado la explotación de los otros seres: los animales, las plantas, incluso los paisajes, convertidos en recursos, ornamentos, propiedad. Occidente ha sostenido este paradigma durante siglos: desde Aristóteles, que situaba a los animales en una escala inferior por carecer de razón, pasando por Descartes, que los redujo a autómatas —máquinas incapaces de sentir—, hasta los defensores actuales de tradiciones que justifican el maltrato en nombre de la cultura. Esa genealogía filosófica aún late en nuestro trato cotidiano: los animales como objetos de consumo, como recursos productivos, como entretenimiento. De ese linaje nacen tanto los circos como los laboratorios de experimentación y las granjas industriales.
La escena se repite en otros lugares. En África, por ejemplo, la caravana de jeeps que persigue un león o un elefante. Motores encendidos, cámaras en alto, ansias de captura. El animal, cercado, avanza entre flashes y miradas, con su territorio invadido por una coreografía turística que no respeta silencios ni distancias. Nos deslumbramos con su fuerza, pero interrumpimos su territorio con la soberbia de turistas que creen que la naturaleza es un espectáculo dispuesto para su consumo. El safari se vende como experiencia de conexión, pero en realidad es otra forma de espectáculo: una invasión legitimada por el dinero, una apropiación del espacio y del tiempo de los otros seres.
Esa misma arrogancia sostiene un mundo en el que se abandonan miles de animales cada año. Solo en España, según la Fundación Affinity, se recogen más de 280.000 perros y gatos abandonados anualmente. Compañeros convertidos en residuos, vidas transformadas en carga. Disfrutamos de su lealtad, de su compañía, de su ternura, pero cuando ya no encajan en nuestro calendario, los expulsamos como si fueran objetos rotos. Asumimos los beneficios —el calor, la fascinación, la compañía—, pero rehuimos la responsabilidad que implica convivir.
Yuval Noah Harari ha escrito que dentro de unos siglos quizá se recuerde nuestro trato hacia los animales domésticos y de granja como uno de los mayores crímenes de la humanidad. El contraste es insoportable: mientras llenamos nuestras vidas, cuando lo hacemos, de perros y gatos que adoramos como miembros de la familia, millones de otros animales son sacrificados en silencio en granjas industriales, abatidos en matanzas reguladas en nombre del “equilibrio natural”, perseguidos en cazas furtivas o convertidos en mercancía en el tráfico ilegal. La ternura selectiva que mostramos hacia unos convive con la indiferencia sistemática y el maltrato hacia otros, y ese doble rasero es también una herencia del antropocentrismo.
El patrón es siempre el mismo: domesticamos, utilizamos, explotamos. La domesticación, que pudo ser un pacto ancestral de cuidado mutuo, se ha vuelto con frecuencia un contrato unilateral, en el que el ser humano extrae compañía, trabajo o entretenimiento y ofrece a cambio lo que le conviene. Derrida lo señalaba en El animal que luego estoy si(gui)endo: el hombre levantó una frontera artificial para sentirse distinto, incluso superior. Y en esa frontera nació la posibilidad del maltrato, del abandono, de la explotación.
Esa contradicción entre ternura y violencia que describe Harari encuentra en la filosofía de Peter Singer un nombre preciso: especismo. Singer acuñó este término para nombrar esa jerarquía arbitraria que sitúa al ser humano en el centro y legitima la explotación de lo distinto. Del mismo modo que el racismo o el sexismo establecen discriminaciones injustas, el especismo se apoya en la mera pertenencia a una especie para justificar el uso y el maltrato de los otros animales. Singer nos recuerda que la capacidad de sufrir, y no la pertenencia a una categoría biológica, debería ser el verdadero criterio de nuestra ética.
Lo inquietante es que ni siquiera el amor hacia los animales escapa de esta lógica. Convertimos a las mascotas en prolongaciones de nuestro ego, en objetos de consumo que cambian según las modas —razas de perros o gatos como accesorios estéticos—, y muchas veces no reconocemos su alteridad. Donna Haraway, en The Companion Species Manifesto, nos recuerda que los animales no son proyecciones de nuestros deseos, sino compañeros con quienes tejemos mundos. Pero para llegar a ese reconocimiento necesitamos una conversión profunda de la mirada.
La pregunta ética es clara: ¿qué significa ser responsable frente a lo que no es humano? Levinas hablaba de la exigencia infinita que surge del rostro del otro. Agamben, por su parte, mostró cómo a lo largo de la historia los animales han sido colocados en una zona gris, en un “umbral de exclusión” donde la vida biológica queda despojada de derechos. ¿No seguimos actuando igual cuando ridiculizamos, invadimos o abandonamos?
La responsabilidad no nace de la utilidad, sino de la convivencia. No consiste en medir cuánto nos aportan los animales, sino en reconocer que su vida tiene valor por sí misma. Tal vez ahí empiece la verdadera ética.
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com






Y no crees que más que homocentrismo, lo que muestra el comportamiento humano frente al resto de animales no es más que la propia expresión de nuestro cerebro tribal? - O eres de mi clan o no tienes derechos -. Esto lo vemos incluso entre los propios grupos humanos. Hay claros ejemplos hoy en día. No es esa sensación de superioridad una adaptación subjetiva de grupo, vàlida en otro tiempo, que nos lastra en nuestras modernas sociedades que han evolucionado más rapidamente que el propio indivíduo?
"No consiste en medir cuánto nos aportan los animales, sino en reconocer que su vida tiene valor por sí misma." Ojala todos fuéramos consientes de ello