El latido más allá del trabajo
Más allá del tener y del deber impuesto, la vida late en lo que no se mide ni se posee.
El artículo de Cercas, publicado el 17 de agosto en El País, con su provocación sobre la abolición del trabajo, trae a mi presente una idea que lleva mucho tiempo dando vueltas en mi cabeza: ¿en qué momento aceptamos que entregar nuestra libertad diaria a un engranaje productivo podía ser considerado algo digno? Cercas lo dice con crudeza: trabajar de verdad es hacer algo que no te gusta a cambio de sobrevivir. Y, sin embargo, durante siglos hemos revestido esa servidumbre con un halo de virtud. Se nos enseñó que el trabajo ennoblece, que otorga sentido, que es la condición de posibilidad de una vida plena. Se nos repitió hasta la saciedad que a través del trabajo llegaríamos a realizarnos como personas. Pero la experiencia demuestra lo contrario: el trabajo nunca realiza, solo consume.
No solo eso: también se nos convenció de que nuestra posición en el trabajo equivalía a nuestra valía como individuos. El cargo, el sueldo, el reconocimiento en la oficina pasaron a ser la medida de nuestra calidad humana. Como si lo que somos pudiera reducirse al escalón que ocupamos en una jerarquía. Y aceptamos esa trampa, olvidando que lo verdaderamente valioso —la ternura, la imaginación, la capacidad de amar o de crear— no se mide con nóminas ni con ascensos.
La clave, quizás, está en la confusión entre crecer y tener. Crecer es un verbo que apunta hacia dentro: desplegar lo que somos, ensanchar la conciencia, encontrar en la experiencia un alimento invisible que nos vuelve más hondos. Tener, en cambio, es un verbo hacia fuera: acumular, poseer, exhibir. En nuestra cultura, el tener ha colonizado la promesa del crecer. Se nos dice que la realización personal llegará con más bienes, más confort, más mejoras materiales: mejor coche, mejor casa, mejores vacaciones, mejor móvil. Pero esa carrera es una trampa sin final, porque cada objeto adquirido abre la herida de otro objeto pendiente. El tener se alimenta del vacío que él mismo produce.
El artículo de Cercas incluye un testimonio que ilumina con sencillez esta paradoja: el de un ingeniero que reconoce odiar su trabajo, pero encuentra alivio en la lectura. En esos momentos robados a la obligación, siente algo parecido a la libertad. Ese contraste encierra lo universal: mientras el trabajo impone su sombra, en un gesto aparentemente menor —abrir un libro, dejarse atravesar por unas páginas— se enciende una chispa de crecimiento.
Así, lo que entregamos a cambio —nuestro tiempo, nuestra energía, nuestra atención— es precisamente lo que haría posible nuestro crecimiento. Marx lo describió como alienación: el trabajador queda separado de lo que produce, de sí mismo y de los otros. Su vida se convierte en fuerza de trabajo, su esencia en mercancía. La paradoja es brutal: para poder vivir, hipotecamos la vida.
Simone Weil, que conoció en su propio cuerpo la fatiga de la fábrica, escribió que el trabajo moderno no solo explota al cuerpo, sino que somete al alma. Quien trabaja bajo una cadena de producción no puede pensar, no puede decidir: queda reducido a engranaje, a obediencia muda. El precio no es solo físico; es espiritual.
Hannah Arendt distinguió entre labor, trabajo y acción. La labor es el ciclo interminable de la necesidad: comer, producir, consumir, volver a empezar. El trabajo, entendido como creación de un mundo duradero, podía otorgar sentido y permanencia. Pero lo que hoy llamamos trabajo se parece mucho más a la labor: una repetición sin horizonte, donde el tiempo se consume en la rueda del tener. La acción —esa forma de revelarnos, de transformar el mundo desde la libertad— queda marginada, porque requiere un tiempo que ya no tenemos.
Paul Lafargue, en El derecho a la pereza, ya denunciaba la jornada laboral de ocho horas como “servidumbre” y defendía el ocio como el verdadero espacio de autorrealización. David Graeber, en Trabajos de mierda, mostró cómo gran parte de los empleos actuales carece de sentido y resulta psicológicamente destructiva, sobre todo porque se vincula aberrantemente con la autoestima. Y Bob Black observó —como Cercas y como yo misma percibo— que el trabajo no sólo impone disciplina externa, sino que además nos aleja de lo lúdico, de lo espontáneo, de lo verdaderamente humano.
Byung-Chul Han, desde otro ángulo, completa el diagnóstico: ya no necesitamos capataces, porque nos autoexplotamos con entusiasmo. Creemos que cuanto más producimos, más valemos. Pero esa autoexplotación no conduce al crecer, sino a una fatiga invisible, a un agotamiento del alma. Su diagnóstico es claro: hemos perdido el tiempo libre, entendido no como ocio de consumo, sino como espacio para la contemplación, para el juego, para lo que no tiene utilidad inmediata.
La antítesis es clara y estructural: frente a la sombra del trabajo alienante, la luz del crecer; frente a la tiranía del deber impuesto, la libertad de sabernos creadores. El trabajo, como deber y disciplina, cercena; el crecer, como apertura y posibilidad, expande. Y en esa tensión se decide lo humano.
El círculo es perfecto en su perversión: se trabaja para poder tener, se tiene para sostener la ilusión de progreso, y en ese ciclo se pierde el crecer, se pierde lo único que podría otorgarnos plenitud. El tener nunca produce crecer. El tener necesita del trabajo como sacrificio constante; el crecer necesita de un tiempo liberado de esa servidumbre. Crecer es leer un libro que nos eriza la piel, caminar hacia un horizonte sin objetivo, crear algo cuyo objetivo lejos de buscar mercado, anhela verdad, entregarse a una amistad sin cálculo. Crecer es todo aquello que no puede medirse ni poseerse.
Por eso, al hilo de Cercas, pienso que no se trata sólo de abolir el trabajo en su forma actual, sino de abolir también la creencia que lo legitima: esa que dice que tener equivale a crecer, que trabajar más nos hará mejores, que el valor de la vida puede medirse en bienes acumulados. Quizá necesitemos una revolución íntima: la de recuperar un tiempo en el que crecer vuelva a ser más importante que tener.
Y entonces surge la pregunta que me gustaría dejar abierta: ¿qué pasaría si midiéramos nuestra vida no por lo que poseemos, sino por lo que nos ha hecho crecer?





Gracias, Chus. Como siempre, las categorías pueden traicionarnos y es necesario abrirse a los matices. Insistir en la abolición del trabajo coquetea en exceso con la idea de que nos sustenten otros. Y no puede haber ingenuidad: el trabajo es condena desde la expulsión del paraíso. Para sobrevivir, es necesario trabajar. En el trabajo puede, además haber creatividad, especialmente cuando emprendemos o nos dejan actuar aunque sea por cuenta ajena. Ahora bien, como bien dices, hay trabajos que pueden ser tremendamente alienantes. Encontrar el equilibrio siendo posibilistas y pragmáticos, tan valientes para abandonar como razonables para conservar, es probablemente la mejor recomendación. Pero claro, esa proclama no da para un titular en prensa.
Muy buen post, como siempre, Chus! En esta ocasión, creo que poco puedo aportar a lo que bien has planteado, aunque sí me surge una pregunta ¿Podríamos transformar los trabajos en algo que nos deje integrar la creatividad y la satisfacción, o seguirían siendo, en su mayoría, alienantes? Es difícil, lo sé, pero me gustaría saber tu opinión. Saludos!