Extraterrestre
"Cada hombre lleva en sí un mundo desconocido que no existe hasta que él nace.” Proust
Lo recuerdo como una verdad que aún muerde en seco: yo era la invasora, la extranjera depositada por error en un mapa de carnes y costumbres que no sabían leer mi pulso. Era yo la que había nacido con los ojos ajustados a una longitud de onda distinta, con un vocabulario para las sensaciones que las habitaciones no entendían, y con una sensibilidad que parecía desbordar los límites de lo tolerable para los demás. Eso explicaba cuánto dolía el mundo: no era mala voluntad; era la incompatibilidad básica entre un sistema y un huésped que no respondía a sus instrumentos.
Extraterrestre. La palabra no era un juego de infancia; era una clave primaria, una fórmula con la que me protegía y me condenaba. Decirla en voz baja tenía el poder de ordenar la desazón: si yo venía de otro sitio, entonces la incomprensión era un hecho lógico, no una tara. Me la repetía frente al espejo empañado, la escribía en papeles que doblaba con cuidado para que nadie los viera. Era una cartografía íntima: yo, apenas un murmullo extraterrestre; ellos, habitantes seguros de la Tierra, con antenas que oían otras frecuencias.
En la cocina, en los gestos cotidianos, la diferencia se volvía brutal. Mis padres hablaban en coordenadas hechas: compras, facturas, horarios, refranes heredados que colgaban de sus bocas como lámparas sin bombilla. Mis palabras —las que venían de mis invenciones, de mis sonidos interiores— se disolvían antes de tocar la superficie, como piedras demasiado ligeras para hacer vibrar el agua. Mi hermano tenía un modo de reír que cerraba puertas; su indiferencia era un idioma exacto que yo no alcanzaba a traducir. Adquirí recursos para fingir: aprendí la impostura de la sonrisa, la pronunciación adecuada de lo común. Pero cada gesto impostado me desgastaba, como si tratara de flexionar un músculo que nunca había existido en mí.
El colegio fue otra órbita donde mi condición se exponía en público. Los patios, con sus jerarquías invisibles, eran consagraciones de pertenencia: quienes jugaban, quienes callaban, quienes dirigían la conversación. Yo observaba desde la periferia con la certeza mortificante de no compartir la masa de ese pan social. Intentaba copiar gestos, repetir chistes, imitar la manera de colocarse la mochila, pero siempre había una fisura, una inflexión en mi voz, una pausa inoportuna, que me delataba. Los profesores, ocupados en clasificar y ordenar, confundían mi desconcierto con timidez y rebeldía. Nada cambió: seguía siendo la pieza suelta, el objeto extraño en una máquina bien engrasada.
Las noches eran la esfera en la que mi deseo de ser rescatada se volvía liturgia. Me sentaba en la ventana con la espalda fría y la mirada fija en el cielo, buscando cualquier señal que corroborara mi intuición: un punto de luz que no encajara, un patrón que repitiera un idioma secreto. Dibujaba naves en cuadernos, componía mensajes que jamás enviaba porque intuía que la única respuesta posible sería el mismo silencio de siempre. Esperé años. La espera me enseñó a medir la esperanza con una regla rota: siempre corta, siempre insuficiente. Y, sin embargo, era esa expectación la que me sostenía; la promesa hipotética justificaba la suspensión de la vergüenza que suponía la espera.
La crudeza de la experiencia estaba en el aislamiento y en el modo en que mis palabras regresaban rebotadas, empequeñecidas. «Eres rara», me decían, como si la rareza fuera un defecto estético fácil de corregir. «Te dramatizas», me acusaban, como si mis emociones hubieran de ajustarse a una tarifa mínima. Me hicieron pequeña con la condescendencia y el consejo disfrazado de desprecio. Aprendí a retraer mi voz para no molestar, y esa retractación fue otra herida: domesticar un idioma que sabía inevitablemente distinto.
Ser extraterrestre era amputación. Era la vivencia de una distancia que no se cura con explicaciones racionales: la sensación cotidiana de que los códigos compartidos no incluyen tu nombre, de que las alianzas de afecto se forjan en torno a símbolos que nunca fueron tuyos. Era mostrar, una y otra vez, cómo me dolía el mundo, y comprobar que la respuesta se reducía a un gesto tibio. No había una gran traición, solo una secuencia de respuestas desajustadas: abrazos automáticos que no alcanzaban, consejos que se desmoronaban antes de llegar a mi herida, silencios que sonaban a condena.
Con los años aprendí a usar esa mirada vulnerable para nombrar lo que otros aceptaban sin oír: la fragilidad de ciertas certezas, la violencia inadvertida de la cortesía, la pobreza de un consuelo ofrecido por inercia.
Pero no renuncio a la crudeza primera. Hay días en que la memoria me arrastra al borde de la ventana y la sensación vuelve con la violencia de un aullido inicial: la certeza de que pertenecía a otro planeta como identidad primigenia. Hoy no espero naves, ni rescates, pero la niña que aguardó persiste en mí como un faro tembloroso que ilumina las grietas. La pertenencia que he ido construyendo es refugio provisional, es lenguaje elegido, es la creación de un ámbito donde mis términos puedan resonar, aunque nunca del todo traducidos.
Esto lo escribo y lo firmo con nombre propio: soy yo, la que creyó venir de otro planeta y aprendió, entre heridas y desprecios, a transformar esa condena en una forma de ver. En mi firma cabe la niña que miró el firmamento con el pulmón en la garganta y la mujer que ha hecho de esa mirada su compañía.
Si quieres saber más sobre mí: www.chusrecio.com




Alienígena es una palabra en la que he pensado mucho últimamente, porque describe gran parte de mi experiencia. Desde la infancia, los espacios ocupados por otros han sido extraños e incluso hostiles para mí. Varias experiencias me llevaron a preferir la soledad, y esto, a su vez, llevó a la desconfianza. Hoy en día he aprendido que el otro pertenece a la misma especie que yo, una especie llena de luces y sombras. Sé que no es útil sobrestimar ni despreciar a nadie, y que la empatía es el verdadero refugio, mientras soy consciente de que el valor que tengo como ser humano me lo asigno yo mismo.
No así, pero así. 🙏🏼👽