Formas de contemplación a través de la fotografía: la poética de lo real como gesto de creación artística.
El arte de mirar sin construir: una poética visual que transforma lo real sin tocarlo, solo con la intensidad de la atención.
En el corazón de toda fotografía habita una decisión invisible: ver o mirar, registrar o interpretar, contar lo que está o insinuar lo que permanece oculto. Esa elección no siempre se nota a simple vista, pero determina el alma de cada imagen. Y es allí, en esa frontera que separa el testimonio de la expresión, donde se despliega el territorio propio de la fotografía artística.
A menudo se opone la fotografía artística a la documental, como si se tratara de dos campos claramente delimitados. Sin embargo, conviene matizar. La fotografía documental nace del impulso de dejar constancia de un hecho, de capturar lo real con un compromiso hacia la verdad. Pero incluso allí —en el registro más objetivo— la mirada del fotógrafo no puede ser neutral. Sus decisiones, su historia personal, sus prioridades visuales, modelan el encuadre, la luz, el instante elegido, la distancia emocional respecto a lo retratado configurando una interpretación. No hay imagen sin elección, no hay documento sin subjetividad.
Por otro lado, la fotografía artística, no se sostiene en la veracidad de lo que muestra, sino en la profundidad de lo que revela. No busca explicar el mundo, sino sugerirlo. Es menos hija del acontecimiento que de la contemplación. Su función no es informar, sino evocar. Habita el territorio de la emoción, de la metáfora, del símbolo.
Dentro de la fotografía artística me gusta distinguir, a su vez, dos grandes gestos: el de quienes construyen cuidadosamente un escenario antes de disparar —imaginando y organizando cada elemento de la escena— y el de quienes trabajan con lo que ya existe, pero lo atraviesan con una mirada tan singular que la escena se transforma ante nuestros ojos. El primero es un acto de creación deliberada, cercano a lenguajes como el cine, la moda o la instalación artística, donde la imagen es el resultado de una planificación estética y simbólica. En este tipo de fotografía, el esfuerzo creador no está en el instante del disparo, sino en todo lo que lo precede. La imagen final es la forma visible de algo construido. La fotografía no es la creación en sí, sino su huella. Lo esencial ocurre antes.
El segundo, es un gesto más íntimo y contemplativo, donde lo real se convierte en imagen poética no por intervención, sino por revelación.
Este doble movimiento creativo puede rastrearse en la obra de numerosos artistas. En el primer caso, fotógrafos como Gregory Crewdson, Jeff Wall o Cindy Sherman planifican cada imagen como una escena simbólica, una puesta en escena que recuerda al cine o al teatro. En el segundo, figuras como Saul Leiter, Rinko Kawauchi, Josef Sudek o Masao Yamamoto se sumergen en el mundo tal como es, pero lo atraviesan con una mirada tan radicalmente poética que lo cotidiano se vuelve revelación. No crean escenarios: los encuentran, y en ese hallazgo se cifra su arte.
Quiero detenerme en este segundo tipo de fotografía artística. Aquella que no inventa objetos, sino formas de mirar. Que no modifica el entorno, pero lo resignifica. Que no se impone sobre la realidad, sino que la escucha, la espera, la interroga. Aquí, el hecho artístico no está en el montaje previo, sino en la profundidad de la percepción. El mundo no se fabrica: se descubre.
Esta forma de fotografiar exige afinar la sensibilidad hasta volverla herramienta. Hay que estar dispuesto a ver sin prisa, a habitar los lugares comunes con la paciencia de quien busca en lo cotidiano una grieta por donde entre el misterio. El arte, entonces, no es el resultado de una intervención externa, sino de un vínculo interno entre lo que aparece y la mirada que lo recibe. La belleza no está en las cosas, sino en la forma en que son tocadas por la luz y por el ojo.
Tal vez por eso, en este tipo de fotografía, el mundo aparece como materia vibrante. No hay escenografía, solo presencia. Y sin embargo, esa presencia —vista con el cuidado de quien contempla, no solo de quien observa— se transforma en imagen poética. El arte nace allí: en ese punto donde lo real se deja ver como si fuera un sueño.
Esta creación silenciosa también requiere un aliado material: el equipo fotográfico. En este tipo de fotografía, donde no se interviene la escena, sino que se trabaja con los matices mínimos —la sombra exacta, la textura sutil, el desenfoque intencional o el detalle apenas perceptible— la calidad del equipo no es un lujo, sino una extensión de la mirada. No se trata de tecnología por ostentación, sino de precisión, de fidelidad al gesto poético. Una buena óptica, un sensor sensible, un cuerpo ágil: todo eso no sustituye al ojo, pero le permite respirar con más libertad. Porque cuando se fotografía lo inasible, cada detalle cuenta.
Crear desde la realidad sin modificarla exige una forma de fe: la fe de que, en lo ya dado, en lo cotidiano, en lo casi invisible, existe algo digno de ser nombrado a través de la imagen. Esa es, quizá, la más honda vocación del arte fotográfico: convertir lo común en símbolo, y lo efímero en sentido.
Algunos datos técnicos
Este texto se sitúa en el cruce entre la reflexión estética y la filosofía de la imagen. Aunque no se ancla en una única corriente, dialoga con la fenomenología (en especial, la idea de percepción como acto constitutivo del sentido, desarrollada por Maurice Merleau-Ponty) y con ciertos planteamientos de la estética existencial, donde mirar es también una forma de habitar el mundo.
La noción de realidad como materia abierta a la interpretación, y no como dato cerrado, se inspira en el pensamiento de Gaston Bachelard, particularmente en su poética de la contemplación y en la idea de que los elementos —la luz, el aire, la sombra— tienen vida propia en la imaginación sensible.
La distinción entre imagen-documento e imagen-poema bebe, en parte, de las tensiones desarrolladas por Roland Barthes en La cámara lúcida, especialmente en torno a la oposición entre studium y punctum, y a la concepción de la fotografía como una herida que no se explica, sino que se siente.
En cuanto a la práctica artística, este texto recoge ecos visuales de dos gestos complementarios dentro de la fotografía contemporánea. Por un lado, el gesto de quien construye el escenario antes de fotografiarlo, como Isabel Muñoz, cuya obra parte de una puesta en escena simbólica, profundamente ritual, donde cada elemento está cargado de intención estética y emocional.
Por otro lado, se hace presente el otro gesto: el de quienes no modifican el mundo, sino que lo contemplan con tal intensidad que lo revelan como si fuera otro. En este grupo se inscribe, entre otras, la obra de Vincent Munier, cuya fotografía de fauna es una plegaria al silencio; la de Sebastião Salgado, cuando dirige su cámara hacia paisajes primigenios, entendiendo la tierra como un cuerpo vivo; y la de Michael Kenna, cuyos paisajes mínimos y atemporales hacen del vacío una forma de meditación. En todos ellos hay un mismo pulso: el de transformar lo real —no mediante la intervención, sino mediante la atención— en lenguaje poético.






En cada lectura de tus textos se me abre una puerta a otro mundo. Siento la necesidad inmediata de entrar a explorarlo. Encantado de leerte. Muchas gracias