La arquitectura de la ausencia
Enfrentamos la muerte con lápidas, mármol y epitafios, como si pudiéramos domesticar lo inasible. Pero, ¿es la tumba un refugio o solo un consuelo para los vivos?
El jueves pasado, mientras depositaba las cenizas de mi madre en el panteón de sus padres, dentro del cementerio del pueblo en el que nació y del que salió siendo muy joven, las personas que me acompañaban me mostraban sus futuros panteones. Señalaban el mármol, la amplitud, la ubicación, la cantidad de sol que bañaría sus lápidas. Hablaban de la muerte como si fuera una propiedad que se adquiere, un espacio que se diseña, un último refugio que puede adornarse con la ilusión de permanencia.
Pero, ¿es eso realmente enfrentar la muerte, o es más bien un intento de domesticarla, de vestirla con ropajes reconocibles para que no nos asuste tanto? La obsesión con el tamaño de un panteón, con su ubicación privilegiada dentro del cementerio, con la solidez de la piedra que lo envuelve, ¿no es un intento desesperado de aferrarnos a una materialidad que, en el fondo, ya no nos pertenece? Como si el mármol pudiera contenernos, como si la luz que acaricia las lápidas pudiera calentar todavía lo que una vez fuimos.
Nos enseñan a concebir la muerte como una ausencia, pero también como un legado físico. La tumba es el último acto de afirmación: Aquí estuve, aquí sigo, aquí me verán los que me sobrevivan. Se mide el mármol como si en él se midiera el peso de una vida, se elige la inscripción con la esperanza de que las palabras contengan algo de la esencia de quien ya no está. Se habla de la orientación del panteón, de la luz que lo alcanza, como si la muerte aún dependiera del sol. Como si los muertos pudieran aún disfrutar del paisaje, del sosiego de una sombra bien dispuesta, del sonido amortiguado de los pasos sobre la grava.
Pero la muerte no es un espacio. No es mármol, ni sombra, ni epitafio. No es un diseño arquitectónico ni una propiedad en la ciudad de los muertos. Es lo que nos vacía, lo que nos reduce a un recuerdo, lo que nos convierte en la ausencia que los otros intentan rellenar con formas visibles. Un panteón no es para el que se ha ido, sino para los que quedan. No es un hogar postrero, sino un consuelo para quienes aún habitan el lado de los vivos.
Tal vez de eso se trataba aquella conversación: de darle un contorno manejable a lo que, en realidad, es inasible. Quienes me acompañaban hablaban de su muerte futura como si fuera una casa aún por habitar, una decisión más dentro del flujo de la vida. Como si la muerte se pudiera planificar, como si al escoger el mármol, la lápida, el rincón exacto, se pudiera ejercer algún tipo de control sobre lo incontrolable. Pero la muerte no es una morada; es la disolución de toda pertenencia. Es la certeza de que, una vez cruzado el umbral, ya no nos importará dónde reposen nuestros restos, ni la textura de la piedra, ni la pulcritud de la inscripción.
Y, sin embargo, la entendemos con los términos de lo material. Decimos “descansar en paz” como si la muerte fuera un reposo, “lugar de descanso” como si aún importara el suelo que nos sostiene. Nos cuesta concebir la nada, nos aterra imaginar la disolución. Y por eso levantamos panteones, por eso nos aferramos a los nombres tallados en piedra, a los retratos en porcelana, a las flores que se marchitan y vuelven a renovarse en ciclos que los muertos ya no ven.
Quizá la muerte no nos pertenece, sino que nosotros le pertenecemos a ella. No es un espacio donde quedarnos, sino una condición que nos reclama tarde o temprano. Somos los vivos quienes necesitamos definirla con márgenes, fijarla en un sitio, darle forma de arquitectura. Y, sin embargo, la verdadera arquitectura de la muerte no está en los mausoleos ni en las criptas, sino en la memoria de quienes, por un tiempo, siguen pronunciando nuestro nombre.
Tal vez la única forma honesta de enfrentar la muerte no sea elegir dónde nos sepultarán, sino aceptar la imposibilidad de poseerla, de controlarla, de reducirla a un espacio iluminado por el sol. Tal vez la muerte no necesita grandes panteones, sino solo la huella que dejamos en los otros, el eco que persiste en quienes nos amaron. Y cuando el último en recordarnos también se haya ido, cuando las piedras se desgasten y las palabras se borren, quizá entonces la muerte sea completa, y solo quedará el rumor del viento, indiferente, sobre la hierba crecida de los cementerios.
Algunos datos técnicos
La muerte ha sido, desde siempre, una obsesión del pensamiento humano, un enigma sobre el cual la filosofía, la literatura y el arte han intentado arrojar luz. No como un fenómeno biológico, sino como un problema existencial, como el límite último que define nuestra condición.
En la filosofía, la muerte ha sido abordada desde múltiples ángulos. Para Epicuro, el miedo a la muerte es irracional: “Cuando existimos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros ya no existimos”. En su concepción, la muerte es simplemente la cesación de la conciencia y, por lo tanto, no debe preocuparnos. Heidegger, en cambio, la entiende como la manifestación suprema de nuestra finitud; el ser humano es un “ser-para-la-muerte”, y solo al asumir esta certeza puede vivir auténticamente. Jean-Paul Sartre, desde el existencialismo, ve la muerte como un absurdo, un evento que nos arrebata el sentido que intentamos dar a nuestra existencia.
En la literatura, la muerte ha sido tanto tragedia como misterio. Shakespeare, en Hamlet, deja que su protagonista contemple un cráneo y reflexione: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Jorge Luis Borges juega con la idea de la inmortalidad como condena, sugiriendo que la muerte, lejos de ser un mal, es el ingrediente necesario para que la vida tenga sentido. En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, la muerte no es un punto final, sino un estado intermedio donde los personajes siguen habitando un pueblo espectral, condenados a la repetición infinita de sus recuerdos.
En Las intermitencias de la muerte, José Saramago plantea un escenario insólito: la muerte deja de operar en un país, y las personas, simplemente, dejan de morir. Pero lejos de ser un milagro, este fenómeno desata el caos. La inmortalidad resulta ser un problema práctico y filosófico: las instituciones colapsan, las familias se ven atrapadas en un dilema ético al tener que cuidar de enfermos eternos, y el sentido de la existencia misma se tambalea. Saramago, con su estilo irónico y su prosa envolvente, nos muestra que la muerte, más que un final trágico, es la condición indispensable de la vida. Sin ella, la existencia pierde su razón de ser.
En el arte, la muerte ha sido representada de innumerables formas. Las vanitas del siglo XVII, con sus calaveras y relojes de arena, recuerdan la fugacidad de la vida. Goya, en sus pinturas negras, plasma la angustia de la muerte con rostros desencajados y figuras espectrales. Damien Hirst, en una de las expresiones más contemporáneas del tema, creó For the Love of God, una calavera humana incrustada con diamantes, un recordatorio de la muerte envuelto en el brillo artificial del lujo.
Más allá de la filosofía, la literatura y el arte, la muerte sigue siendo el gran enigma que nos acompaña desde que somos conscientes de nuestra propia finitud. Un misterio que intentamos apaciguar con mármol, con palabras, con imágenes, pero que siempre nos devuelve la misma pregunta sin respuesta.
Y tú, ¿cómo concibes la muerte? ¿Es para ti un umbral, un vacío, una transición o simplemente el fin? ¿Te reconforta la idea de un panteón bien ubicado, de un nombre tallado en piedra, de una luz perpetua sobre la lápida? ¿O crees, quizá, que la verdadera permanencia solo existe en la memoria de quienes, por un tiempo, siguen pronunciando nuestro nombre?
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com




Todo esto es cierto. Pero quizás podamos seguir pensando en otros panteones que inútilmente intentamos edificar a lo largo de nuestra vida. Los que educan a sus hijos para que sean prolongaciones suyas. Los que publican libros a la espera de que sobrevivan a su autor.
¿Qué es, realmente, lo que queremos que sobreviva? ¿El cúmulo de experiencias y recuerdos - no es como un estante polvoriento de una biblioteca? ¿El "yo"? ¡Pero si existe justo aquí y ahora en el preciso momento de concebir, pensar y ser consciente! ¡Imposible de conservar! ¿Una especie de "huella dactilar" de nuestra personalidad? Hmmm...
Me gusta pensar que somos prescindibles. Que mi yo tiene tanto en común con tu yo que las similitudes superan las diferencias. Me gustaría no dejar huella, diluirme, y que el mundo no cambie por mi ausencia.
Gracias por traer el tema de la muerte y esta visión tuya de aceptar la nada. Desde muy niña he estado en contacto con la muerte de familiares y he sido consciente de nuestra finitud muy pronto. Es super evocador el título "la arquitectura de la ausencia" porque los panteones son eso y porque solo nos sirven a los vivos. Es una necesidad muy humana la de querer perdurar y que perdure aquello amamos. Creo que nos pasamos la vida aprendiendo a morir (¿qué son las crisis existenciales sino muertes simbólicas del yo?).