La cortesía como escudo: anatomía de los vínculos diluidos.
Una reflexión sobre el miedo a la intimidad, la cortesía como escudo y la dificultad contemporánea de vincularse con verdad.
Hay mensajes que revelan más por lo que callan que por lo que dicen. Como si su lenguaje, aparentemente correcto, no lograra ocultar la falta de latido que los habita. Una distancia barnizada de amabilidad que deja al otro en un limbo: ni dentro ni fuera, ni deseado ni rechazado. La cortesía, convertida en disfraz de la ausencia.
En una conversación reciente, tras compartir un mensaje cargado de honestidad, el eco fue una demora inexplicable, una respuesta que esquivaba la emoción, que parecía más un trámite que un gesto. Días después, una nueva línea, pulida y vacía. Pero no hubo ni un eco del texto anterior, ni una palabra que se hiciera cargo del vínculo. Todo quedó cubierto por la película fina de lo superficial.
No es un caso aislado. Cada vez más, las relaciones parecen sustentarse en lo leve, en lo evitable, en lo que no compromete. Se responde sin leer, se queda sin querer, se escucha sin oír. El otro aparece como un complemento, nunca como una alteridad que interrumpe. Nos relacionamos con la misma lógica con la que consumimos contenido: deslizamos, reaccionamos, pasamos. Y cuando algo exige pausa, profundidad o implicación, genera incomodidad.
La superficialidad ha dejado de ser una excepción. Se ha convertido en la norma afectiva. Un modo de vincularse sin exposición, sin preguntas difíciles, sin silencios que interrogan. Una forma de estar sin estar del todo, como quien se asoma al agua sin mojarse nunca. En esa lógica, el vínculo profundo se percibe como un riesgo innecesario, una vulnerabilidad que se prefiere evitar.
Bauman lo advirtió con claridad: en las relaciones líquidas, todo debe poder cambiar rápidamente sin dejar huella. Amar, en este contexto, se parece más a una suscripción que a una construcción. El lazo se vive como algo que no debe interrumpir nuestra autonomía, nuestra productividad, nuestra comodidad emocional. Preferimos vínculos que no incomoden, que no exijan, que no pidan profundidad. Y así, confundimos libertad con desconexión, y cuidado con carga.
Vivimos en una cultura que ha convertido la evitación en virtud y la autosuficiencia emocional en ideal. Como señala Eva Illouz, las emociones en el capitalismo contemporáneo se han vuelto objetos de gestión: se regulan, se optimizan, se evitan. El resultado es una afectividad calculada, funcional, incapaz de sostener la incertidumbre del encuentro real. Esta es, como diría Han, la época del sujeto de rendimiento, que teme exponerse y mide el vínculo por su utilidad, no por su verdad.
A esto se suma una pedagogía silenciosa: desde las apps hasta el discurso del bienestar, se nos enseña a vincularnos sin dejar huella. La idea de conocer a alguien de verdad parece obsoleta, porque interfiere con el culto a la eficiencia emocional. Se premia el desapego, se ridiculiza la entrega. Querer conocer al otro se ve como una insistencia incómoda, una vulnerabilidad mal entendida.
Pero el otro, (como lo pensaron Levinas o Buber) es siempre una interrupción. Una llamada a salir del yo. Y por eso mismo, el encuentro verdadero no puede ser cómodo, ni rápido, ni programable. El otro exige hospitalidad, exige demorarse, exige preguntas que no caben en los márgenes de una agenda. Requiere, en definitiva, de humildad: la disposición de ser transformado por quien no somos. Para Levinas, el rostro del otro es muchas más que presencia, es exigencia ética. Mirar al otro no es un acto neutro: nos implica, nos obliga, nos descentra. El yo, dice, no es primero; es el segundo. No se constituye solo, sino a través de la llamada que el otro le dirige. Y en esa llamada hay una desnudez radical, una exposición que no puede ser instrumentalizada. Martin Buber, por su parte, distingue entre dos tipos de relación: la del "Yo-Tú" y la del "Yo-Ello". En la primera, el otro no es un objeto, no es un medio para algo; es un fin en sí mismo. Solo en esa relación de presencia mutua, siempre frágil, siempre impredecible, surge la posibilidad de lo auténtico. La verdadera intimidad, entonces, requiere una ética del descentramiento: aceptar que el otro nos modifica, nos interroga, nos desordena. Y eso, en una sociedad que idolatra el control y la previsión, resulta profundamente perturbador.
La falta de interés en conocer al otro tiene mucho que ver con el miedo. Miedo a que lo otro nos descentre, nos cuestione, nos sacuda. Por eso, muchas veces, la interacción se limita al contacto mínimo, al intercambio superficial que no arriesga nada. Ese miedo nos vuelve inmunes a la alteridad. Pero también profundamente solos. Porque al rechazar la posibilidad de ser tocados por la otredad, nos vamos encerrando en cápsulas relacionales de baja intensidad, donde no hay conflicto ni verdad, pero tampoco compañía. La soledad de nuestra época es, sobre todo, falta de implicación mutua, de vínculos significativos que nos sostengan cuando flaqueamos, que nos contradigan cuando nos cerramos, que nos abracen cuando nos desbordamos. Nos sentimos solos no porque no haya otros, sino porque esos otros no llegan, no se dejan alcanzar, no nos miran del todo. Y al no sentirnos vistos, tampoco nos sabemos reales.
Esta inmunización frente al otro también ha sido explorada en la literatura. En La insoportable levedad del ser, Kundera examina cómo la levedad, esa elección de vivir sin peso, sin compromiso, acaba siendo una forma de renuncia al otro. El personaje de Tomás prefiere multiplicar vínculos ligeros antes que enfrentarse a la gravedad del amor profundo. Pero es justamente en la experiencia de la pérdida donde empieza a comprender el valor de esa densidad que antes temía. Del mismo modo, en Never Let Me Go, de Kazuo Ishiguro, los personajes habitan un mundo en el que las relaciones parecen posibles, pero siempre están contenidas, truncadas por una lógica invisible que impide que la intimidad florezca del todo. La fragilidad del vínculo se vuelve entonces una tragedia inevitable.
¿Qué parte de nosotros se protege cuando elegimos lo tibio en lugar de lo verdadero? ¿Qué nos impide sostener la intensidad de un vínculo que no esquiva las preguntas?
Habría que reaprender los gestos mínimos del cuidado: escuchar sin mirar el reloj, responder con cuerpo, sostener el silencio cuando no se tienen respuestas. Amy Edmondson lo llama "seguridad psicológica" en los equipos, pero también podría nombrar la atmósfera de un vínculo íntimo. Esa en la que sabemos que podemos errar, pero no ser descartados.
Este texto es una defensa de los vínculos que se construyen con tiempo, con preguntas, con silencios. Una invitación a resistir la lógica del descarte con la fragilidad expuesta de quien aún cree que estar con otro, realmente estar, merece la pena.





Cómo me he visto reconocido en ese retrato que haces sobre la no implicación en la relación con el otro. Cuánto miedo acumulado a perder el centro cuando probablemente cederse sea la única manera de encontrarse. El tiempo que tengo y que me cuesta muchas veces compartir, la importancia de mantener mi sacrosanta integridad, mi temor a perder un control conseguido con tanto esfuerzo.... Hay a veces un obsesivo mirarse adentro y perder el paisaje que tenemos enfrente, y que nunca más se repetirá. .. Cómo puedo estar presente y a la vez olvidarme de mi mismo....
Con lo difícil que es poner palabras a un sentimiento fugaz, del tipo " no me está escuchando"... Gracias por hacerlo y compartirlo.