La expulsión de lo distinto
Lo distinto ha sido siempre un elemento perturbador. Su sola presencia desafía el orden establecido, cuestiona lo dado por hecho, evidencia que hay otras formas de pensar, de sentir, de existir.
Y eso resulta intolerable para una sociedad que se construye sobre la estabilidad de lo homogéneo. No es solo que se prefiera lo igual; es que lo diferente se percibe como una amenaza. Por eso, no basta con ignorarlo. Hay que silenciarlo. Hay que erradicarlo.
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No nací para encajar. Lo supe desde el principio, cuando mi voz se alzaba con timbres que nadie reconocía, cuando mi mirada se demoraba en paisajes que a otros les resultaban invisibles. Crecer siendo distinto es caminar sobre un suelo que nunca termina de volverse firme. Es encontrar muros donde otros encuentran puertas. Es hablar y sentir que las palabras, por más que insistan en salir, nunca llegan a destino.
La diferencia es un exilio en vida. No porque uno desee apartarse, sino porque el mundo se apresura a señalar que no hay lugar. Y no es solo exclusión; es algo más hondo, más silencioso: la sensación de que lo que se es, lo que se ve, lo que se siente, molesta. Incomoda. Es un recordatorio de que las reglas podrían ser otras, de que la realidad no es unívoca, de que hay otras formas de percibir lo que parece incuestionable. Y eso, para una sociedad que se edifica sobre la seguridad de lo homogéneo, es una afrenta imperdonable.
Desde el origen de las sociedades, lo distinto ha sido objeto de sospecha. Su sola existencia desordena la estructura establecida, desajusta el engranaje de lo cotidiano. No es solo que el mundo prefiera lo uniforme, es que necesita la ilusión de estabilidad que otorga la repetición. Lo distinto es el fallo en la matriz, la grieta por donde se filtra la incertidumbre.
La historia está marcada por un mecanismo implacable: el de la exclusión. Platón, en La República, soñaba con una polis pura, donde los poetas peligrosos, los músicos disonantes y los espíritus indóciles fueran desterrados en nombre de la armonía. Siglos después, la herejía se convirtió en delito, y lo distinto fue llevado a la hoguera. Se quemaron cuerpos, se aniquilaron ideas. El pensamiento divergente se castigó con el destierro, la burla, el encierro. La norma siempre ha sabido disfrazar su violencia con argumentos de orden, seguridad y progreso.
Hoy la hoguera ha cambiado de forma, pero sigue ardiendo. Lo distinto ya no es conducido a la plaza pública, pero sigue siendo señalado, juzgado, silenciado. Se le expulsa con el disfraz de la corrección, se le condena bajo la lógica de la hipercomunicación.
Byung-Chul Han advierte que vivimos en una época de hiperconformidad, donde el otro desaparece y solo queda el reflejo de lo mismo. La positividad absoluta, el imperativo de la transparencia y la cultura del me gusta han convertido el mundo en un lugar homogéneo, donde la disidencia no es reprimida por la fuerza, sino excluida con indiferencia. Pero ¿qué ocurre cuando una sociedad rechaza sistemáticamente lo distinto?
Ser distinto es ser interrumpido constantemente. Es escuchar que lo tuyo no tiene lugar, que debes suavizarlo, maquillarlo, diluirlo hasta que apenas se note. Es recibir miradas que, en lugar de acoger, sospechan. Es aprender a existir en los márgenes.
La intolerancia a lo distinto hoy no necesita de la violencia explícita. Se esconde bajo la aparente libertad de expresión, disfrazada de indiferencia o ridiculización. Se permite que se hable, pero se le deja sin eco, sin espacio donde resonar. La hipercomunicación no amplifica la diferencia, la ahoga. Se permite ser distinto siempre que se ajuste a lo tolerable, siempre que la diferencia sea inofensiva. Y cuando no lo es, se le elimina del debate con cancelaciones, con aislamiento digital, con un linchamiento disfrazado de justicia colectiva. No se impide que una voz hable, pero se la entierra bajo un alud de ruido y olvido.
La soledad del distinto es una herida invisible. No es la soledad de quien elige el aislamiento, sino la de quien es rechazado por no encajar en la forma esperada. Alan Turing, padre de la informática y salvador de miles de vidas al descifrar Enigma, fue condenado por su homosexualidad. Se le administró castración química, se le despojó de su dignidad, se le empujó al abismo del desprecio. Como tantos otros genios, su distancia de la norma fue interpretada como una anomalía. Nikola Tesla murió solo, olvidado, pese a haber iluminado el mundo. Emily Dickinson escribió en la sombra porque su voz no cabía en los cánones de su tiempo. A Van Gogh le negaron el reconocimiento en vida, porque sus colores no eran los que el mundo quería ver.
Y junto a ellos, todos aquellos distintos que pasaron por el mundo sin ser reconocidos. Aquellos cuyos nombres se han perdido en la historia, cuyas ideas no encontraron oídos, cuyas creaciones quedaron en la penumbra. Los que fueron silenciados antes de que su voz pudiera resonar, los que se marcharon con su genio intacto e ignorado, los que no llegaron a desafiar el mundo porque el mundo los había desterrado antes.
Pero la historia nos demuestra que lo distinto es el germen del cambio. Que cada idea que sacude, cada mirada que se aparta del rebaño, cada voz que se atreve a desafinar en el coro, es una grieta por donde entra la luz.
La pregunta no es por qué el mundo expulsa lo distinto, sino cómo podría sobrevivir sin ello. Qué queda de una sociedad que ha borrado la diferencia en nombre del equilibrio. Qué queda de una humanidad que ha renunciado a la posibilidad de ser otra.
Y, sobre todo, qué nos queda a los distintos, si aceptamos el silencio como única respuesta.





La indiferencia y la ridiculización. Madre mía 😂, cuantas veces lo vi a mi alrededor. En mi caso, creo haber creado un caparazón de la misma indiferencia con la que me trataron. Esos desprecios encubiertos dejaron de afectarme. Aún que perdono no olvido.🙄
Como siempre, desde mi punto de vista, muy acertada, con frases con las que me identifico totalmente: la sensibilidad no es debilidad, sentirse exclusivo por diferentes ... Magnífico artículo.