La factura del fracaso
Al haber fracasado como sociedad en la construcción de un mundo razonablemente sensato, nos toca —como individuos— padecer sus consecuencias.
El pasado martes El País anunciaba que Bruselas, frente a la situación de crisis actual, pide a los europeos que guarden suministros de emergencia para responder a guerras y emergencias climáticas. El titular estremece, a pesar de que era difícil esperar otra cosa. Quizá porque la palabra “crisis” se ha convertido en paisaje habitual. Pero si uno se detiene un instante, si aparta el velo de la costumbre, lo que se revela es profundamente inquietante: la institucionalización del colapso. El reconocimiento, por parte de los poderes públicos, de que no habrá prevención, solo contención. No habrá futuro, solo gestión de escombros.
Al haber fracasado como sociedad en la construcción de un mundo razonablemente sensato, nos toca —como individuos— padecer sus consecuencias.
Ese es el núcleo duro de nuestro tiempo. Y ese debería ser el punto de partida de cualquier análisis lúcido. Porque no se trata de una fatalidad climática ni de un azar geopolítico. Se trata de un proceso estructural, acumulativo, en el que nuestras prioridades colectivas han sido desplazadas una y otra vez por lógicas de mercado, por urgencias fabricadas, por intereses que nunca fueron los de la mayoría.
Durante años se nos dijo que la lucha contra el cambio climático era prioritaria. Que había que transformar el modelo energético, reformular las formas de producción y consumo, apostar por un paradigma más justo y habitable. Y llegaron las primeras señales del colapso —la pandemia, la sequía, los conflictos por recursos, la inflación alimentaria —y no se reforzaron esos compromisos. Y ahora, además, por intereses del mercado, se repliegan. Se invertirán miles de millones en defensa, se multiplicarán los discursos securitarios, abandonando cualquier idea de transformación profunda. Las tensiones comerciales entre Estados Unidos y la Unión Europea, evidenciadas, entre otras cosas, por la imposición de aranceles, junto con conflictos en curso como la guerra en Ucrania, han exacerbado la sensación de inestabilidad. Esta deriva prioriza la preparación para el conflicto sobre la sostenibilidad y el bienestar común.
Y dejamos que se materialice sin apenas resistir. Con una obediencia que asombra. Aceptamos que nos digan que era más sensato comprar tanques que sembrar bosques. Que es más realista proteger fronteras que preservar ríos. Que la guerra —anticipada, presumida, deseada casi— justifica cualquier renuncia. Y con la misma obediencia empezamos a almacenar suministros para una posible emergencia.
Y para que asumamos este fracaso colectivo sin sobresalto, desde el martes se suceden nuevas noticias al respecto. No cuestionan la directriz, no interrogan el sentido de esta deriva. Se limitan a explicarnos, con tono neutro y pedagógico, cómo debemos preparar ese “botiquín de emergencia”: qué conservar, cómo racionar, qué priorizar. El mensaje es claro: no hay alternativa, solo adaptación. ¿Qué nos ha pasado para aceptar esta pedagogía del desastre con tanta docilidad?
¿Cómo se construye esta aceptación? ¿Cómo se instala en el imaginario colectivo la idea de que no queda más remedio que aprender a vivir entre ruinas?
Los mecanismos son sutiles. La manipulación no es burda, no apela ya a la imposición, sino a la saturación emocional. Se invoca el miedo como principio rector: miedo al otro, al futuro, al vacío. Se multiplica la visibilidad del desastre hasta que este se vuelve habitual. Se difunden mensajes de resiliencia y adaptación como si fueran virtudes universales, cuando en realidad esconden un mandato asimétrico: adáptate, resiste, sopórtalo. Pero no cuestiones.
Mientras tanto, los que más podrían hacer siguen blindados. Las élites viven en un tiempo distinto. El comité de crisis no es para ellos. Es para contener el malestar de quienes quedaron al margen, para administrar el sufrimiento social sin alterar el orden económico que lo produjo.
Y es ahí donde emerge la gran perversión simbólica de nuestra época: transformar el fracaso colectivo en culpa individual.
La sociedad falla, pero el castigo es personal. Esa es la consigna. Y frente a ella, el sujeto se repliega. Se encierra en pequeñas estrategias de supervivencia. Y lo hace, no por esperanza, sino porque no le queda otra. Porque el Estado ha abdicado, porque el mercado ha colonizado el porvenir.
Y lo más inquietante no es ya la emergencia, sino la docilidad con que la asumimos. No es la dureza del porvenir, sino nuestra renuncia a interrogarlo. ¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento empezamos a obedecer sin preguntar, a agachar la cabeza sin discutir el guion? ¿Cuándo se vaciaron de contenido las palabras que antes invocaban lo común, lo justo, lo posible?
Quizá la mayor conquista del sistema no ha sido deteriorar el planeta, sino erosionar nuestra capacidad de disentir. Acostumbrarnos a la escasez, al miedo, a la gestión tecnocrática del daño. Convertirnos en súbditos sin causa, en ciudadanos sin preguntas.
Y así, sin apenas darnos cuenta, fuimos aceptando que el mundo no se puede cambiar. Que la única opción es adaptarse. Que la obediencia es más segura que la crítica. Que la resignación es más eficiente que la conciencia.
Tal vez no estemos al borde del colapso. Tal vez ya vivimos en él. Y lo habitamos como quien habita una casa sin ventanas, convencido de que afuera no hay nada.
Y tú, ¿cuándo fue la última vez que dudaste en voz alta?
Algunos datos técnicos.
No estamos del todo huérfanos en esta intuición del colapso: muchos pensadores, desde hace décadas, han venido advirtiendo que el desastre no es un accidente, sino una forma de gobierno. Naomi Klein lo llamó “la doctrina del shock”: el uso sistemático de la catástrofe para reestructurar sociedades según intereses económicos. Byung-Chul Han, por su parte, describió la época como una sociedad del cansancio, donde el sujeto, agotado por el rendimiento y la autoexigencia, pierde la capacidad de resistencia. Ivan Illich, décadas antes, había alertado del secuestro del saber y la autonomía por parte de las instituciones modernas, y propuso formas de convivialidad que hoy resuenan como ecos de otro tiempo posible.
Zygmunt Bauman habló de un mundo líquido, donde los vínculos, las certezas y los compromisos se disuelven bajo la lógica de un mercado que todo lo convierte en producto. Y Franco “Bifo” Berardi fue más allá: para él, la catástrofe ya ha tenido lugar, y lo que nos queda es aprender a leer sus signos no como excepción, sino como norma. En ese mundo, dice, el pensamiento crítico es el primer objetivo del sistema: por eso se silencia, se ridiculiza o se reemplaza por consumo de opinión.
Incluso la filosofía más antigua nos recuerda que no hay sometimiento más eficaz que aquel que no necesita cadenas. La paideía griega, el ideal formativo de ciudadanía consciente, se ha invertido en una pedagogía de la obediencia. Ya no se forma al ciudadano para el debate, sino al consumidor para la adaptación.
Todos estos autores coinciden en algo: el mayor daño no es el climático, ni el económico, ni siquiera el bélico. El mayor daño es simbólico. Ocurre cuando se destruye la capacidad de imaginar otro orden, cuando se desactiva el deseo de preguntar, cuando la palabra “futuro” deja de significar algo distinto al miedo.




