La fragilidad de las certezas
Una reflexión sobre la responsabilidad existencial frente a la ausencia de certezas absolutas.
La necesidad humana de creer en Dios es quizás una de las búsquedas más antiguas, arraigadas profundamente en la esencia misma de nuestra naturaleza inquieta y frágil. No obstante, desde mi perspectiva, la existencia de Dios no es más que una invención humana destinada a llenar el vacío existencial provocado por nuestra incapacidad de aceptar la incertidumbre inherente a la vida. Desde tiempos inmemoriales, hemos proyectado nuestros miedos, nuestras esperanzas, nuestras inseguridades más profundas en la imagen tranquilizadora de una divinidad omnipotente y protectora, buscando así evitar el vértigo que provoca enfrentar directamente el sinsentido del universo.
Si negamos la existencia de Dios, debemos confrontar inevitablemente la verdadera naturaleza de conceptos como el bien y el mal. Estas ideas, arraigadas tan profundamente en nuestra cultura y psique, no son más que construcciones humanas necesarias para regular la convivencia social y emocional. Sin la ilusión de un árbitro supremo que dicte lo correcto y lo incorrecto, estos términos pierden toda su pretendida objetividad y se revelan como meras ficciones pragmáticas, desarrolladas cuidadosamente a través del tiempo para organizar el caos primordial de nuestra naturaleza instintiva.
Desde esta perspectiva, la moral y la ética no serían sino fronteras invisibles trazadas por el propio ser humano para mitigar la responsabilidad absoluta que implica la libertad total. Dostoyevski, en boca de Iván Karamázov, afirmaba provocadoramente: «Si Dios no existe, todo está permitido». Esta inquietante sentencia no debe interpretarse como una invitación al desenfreno, sino más bien como un reconocimiento de que, sin un concepto absoluto y divino del bien y del mal, todo podría estar potencialmente permitido. Sin embargo, la realidad de nuestra existencia social nos muestra que continuamente establecemos límites morales y éticos que condicionan lo que nos permitimos hacer. La ausencia de un juicio trascendental no anularía nuestra necesidad de formular restricciones morales que, aunque relativas y cambiantes, actúan como reguladoras de nuestras acciones y decisiones individuales y colectivas.
Resulta relevante señalar que nuestras construcciones éticas no solo son relativas y cambiantes, sino profundamente antropocéntricas. Reflejan únicamente nuestras necesidades, deseos y miedos, y dejando fuera otras posibles visiones del mundo. Nuestra moral no es una descripción objetiva del mundo, sino una proyección de nuestra propia condición humana, inevitablemente limitada por nuestra percepción y experiencia. Al prescindir de una autoridad divina, evidenciamos con mayor claridad esta tendencia a situar al ser humano en el centro del universo ético, olvidando frecuentemente otras realidades o formas de existencia que escapan a nuestra comprensión inmediata.
Aceptar que no existe una autoridad trascendental implica también reconocer la soledad profunda del individuo frente a sus decisiones. Somos responsables absolutos de nuestros actos, sin la posibilidad de acudir a un ser superior que nos perdone, nos libere o nos consuele ante situaciones que nos desbordan. Esta realidad puede generar una angustia existencial difícil de sobrellevar, porque significa aceptar que somos completamente libres, y que cada elección, cada acción, lleva implícita una consecuencia que depende exclusivamente de nosotros mismos. Llegado este punto debo señalar que existen dimensiones relacionadas con este análisis que, en este artículo, dejo deliberadamente fuera, como el libre albedrío o el uso de la religión como mecanismo de control social.
Además, esta responsabilidad absoluta trae consigo una conciencia aguda sobre la relatividad y arbitrariedad de nuestras normas y valores. Lo que consideramos justo o injusto, bueno o malo, cambia radicalmente dependiendo del contexto histórico, social y cultural. Por ejemplo, en ciertas épocas y sociedades, prácticas como el duelo, que actualmente se consideran actos violentos e irracionales, eran vistas como un modo honorable y legítimo de resolver conflictos y restaurar el honor personal y familiar. Esta relatividad histórica y cultural evidencia claramente que nuestros conceptos éticos son construcciones mutables, carentes de la pretendida universalidad y objetividad con la que frecuentemente se presentan.
Reconocer esta fragilidad implica enfrentarnos a la sospecha profunda de que nuestras creencias, normas morales y éticas no son más que elaborados mecanismos de supervivencia social. Quizá necesitemos creer que algunas acciones son intrínsecamente buenas o malas para mantener la cohesión social y garantizar la armonía comunitaria, asegurando así nuestra supervivencia como especie. En su libro "Sapiens", Harari destaca cómo los mitos y relatos compartidos, incluidos los morales y éticos, han sido fundamentales en la cohesión social y en la creación de grandes estructuras humanas capaces de cooperar de manera efectiva.
Sin embargo, al mismo tiempo esta visión nos coloca frente a una paradoja fascinante: aunque somos conscientes de que estos marcos éticos y morales son arbitrarios y dependientes del contexto, sentimos la necesidad imperiosa de mantenerlos para evitar el caos absoluto. La inseguridad existencial y la angustia ante lo absurdo y lo desconocido nos impulsa a construir estos sistemas, conscientes de su fragilidad, pero incapaces de renunciar plenamente a ellos.
No creer en Dios, supone reconocer plenamente el peso insoportable de decidir lo indecidible, la responsabilidad absoluta sobre los propios actos y la imposibilidad de acudir a una justificación divina que calme nuestra conciencia atribulada. Y es aquí, frente a este espejo vacío de certezas absolutas, donde percibimos con claridad nuestra propia búsqueda: la necesidad íntima de construir marcos y límites, aun sabiendo que estos no son más que espejismos en un desierto infinito que, a veces, nos sobrepasa.
Ante esta reflexión, cabe preguntarse: ¿cómo afrontamos, entonces, esta absoluta libertad? ¿Estamos realmente preparados para aceptar que nuestras certezas son frágiles y arbitrarias? ¿En qué medida nos sentimos cómodos habitando un mundo sin verdades absolutas?
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ALGUNOS DATOS TÉCNICOS
La angustia existencial que nace de saberse plenamente libre fue una de las inquietudes centrales de Jean-Paul Sartre. Su afirmación de que estamos "condenados a ser libres" pone de manifiesto la profundidad de la responsabilidad que recae en cada individuo, desprovisto de cualquier justificación trascendental para sus decisiones.
Nietzsche desmontó radicalmente la supuesta universalidad de la moral. Consideró la moral tradicional como una estrategia utilizada históricamente para imponer estructuras de poder, subrayando que lo que creemos justo o injusto está inevitablemente ligado al contexto social en que nos encontramos.
Foucault dirigió su mirada hacia la historia de las ideas, mostrando cómo los conceptos de bien y mal no son inocentes, sino herramientas discursivas que reflejan y reproducen relaciones de poder específicas. Según él, las normas éticas actúan como mecanismos de control y disciplinamiento social.
Camus, por su parte, enfocó su filosofía desde la perspectiva del absurdo existencial. Frente a un universo indiferente, propuso que la respuesta ética no está en encontrar significados absolutos, sino en asumir con valentía y dignidad nuestras propias decisiones.
Hannah Arendt examinó cuidadosamente cómo la responsabilidad individual interactúa con las circunstancias históricas y políticas. A través del concepto de la banalidad del mal, Arendt mostró que las decisiones éticas están siempre entrelazadas con las estructuras sociales y políticas en las que vivimos.
Y Kant intentó establecer un fundamento universal para la ética basado en la razón humana, señalando que la moralidad surge de principios racionales autónomos. No obstante, su enfoque también revela la dificultad inherente a la aplicación de normas éticas universales en contextos culturales variados y cambiantes.
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