La gramática de la tristeza
La tentación de medicalizar lo que en realidad pide tiempo, vínculo y sentido.
Hay dolores que llegan con gramática propia. La tristeza es uno de ellos: no es un simple ruido de fondo, se trata, más bien, de una lengua que trae noticias del mundo y del modo en que lo habitamos. Medicalizarla —convertirla en disfunción que exige supresión rápida— es abrir una grieta ética y cultural: el paso, a veces sutil y otras veces brutal, de considerar la tristeza un afecto humano que pide sentido y cuidado a tratarla como avería que debe silenciarse para que todo siga funcionando. La tentación es nítida: transformar un dolor que habla en un síntoma que estorba. Y, sin embargo, cuando callamos esa voz, perdemos también una parte de nosotros.
La apelación a lo ‘normal’ suele ser un atajo que tomamos para evitar enfrentarnos a la singularidad de nuestra experiencia. Georges Canguilhem advirtió que lo normal no es un valor fijo, sino una capacidad de instituir normas nuevas ante lo que cambia. Desde ahí, la tristeza no es necesariamente patológica: puede ser variación normativa, recalibración de la vida tras un golpe, un límite, una pérdida. Medicalizar por sistema equivale a reducir una experiencia humana y simbólica a un simple fallo mecánico. Se vuelve expediente lo que reclamaba acompañamiento. El sujeto queda reducido a paciente de sí mismo: más que interrogar lo que ocurre, gestiona un protocolo.
No se trata de negar la potencia del fármaco, sino de reconocer su ambivalencia. Phármakon: remedio y veneno. Hay noches que la pastilla rescata —cuando el sueño está devastado, el apetito ausente, el pensamiento cae en pozo—; entonces el fármaco es puente, una tabla mínima para no hundirse. Pero el remedio se vuelve veneno cultural cuando sustituye lo que solo el tiempo, el vínculo y el sentido reparan. Ivan Illich lo dijo con aspereza: una sociedad puede volverse iatrogénica cuando desplaza hacia el aparato médico experiencias que pertenecen a la convivencia y al cuidado. Lo que debía compartirse en comunidad termina gestionándose en soledad. El criterio, por tanto, no es “pastilla sí o no”, sino el lugar que le otorgamos: ¿abre espacio para elaborar o lo clausura?
La cultura del rendimiento juega su partida. Byung-Chul Han lo ha descrito con frialdad: vivimos en un régimen que aborrece la negatividad y la pausa. La tristeza, que pide lentitud, sombra y conversación, aparece como anomalía improductiva. De ahí la pulsión de resolverla con rapidez, de convertirla en asunto técnico y administrable. El fármaco deviene tecla mute que permite continuar el flujo sin preguntarse qué condiciones lo enferman: soledad estructural, precariedad cronificada, erosión del reconocimiento, duelos sin ritual. La medicalización de la tristeza es, así, una política del afecto: desplaza problemas colectivos al individuo y le pide que se autorregule para encajar en un mundo que no se enmienda.
El cuerpo sabe antes que el concepto. Merleau-Ponty recordó que no “tenemos” un cuerpo: somos cuerpo. La tristeza reordena la percepción y el tiempo: el día se espesa, la luz se vuelve oblicua, los objetos cambian de peso, el aire se hace más denso. No es una idea penumbrosa, sino un modo de estar. Anestesiar ese conocimiento corporal sin escucharlo es desconocer la función epistémica del dolor. Pienso en la fotografía: de pronto hay que abrir el diafragma, subir el ISO, y entonces, aparece el grano; el mundo conserva sus contornos, pero la luz ya no se relaciona con la composición del mismo modo. Forzar la escena para que parezca la de “antes” es, también aquí, una forma de mentira.
Conviene, sin embargo, distinguir con rigor. Tristeza, duelo, depresión no son sinónimos. Freud ya separó duelo y melancolía; hoy sabemos que la depresión mayor puede desfondar la vida, colonizar el cuerpo, arrasar la iniciativa, poner en riesgo la existencia. Ahí el tratamiento clínico es un acto de cuidado y de justicia. No medicalizar la tristeza no equivale a despreciar la psiquiatría ni a negar el tratamiento cuando éste es necesario; equivale, más bien, a no colonizar con fármacos lo que pertenece al campo del sentido, del vínculo y del rito. Roland Barthes, en su Diario de duelo, no pretende curar su pena: la trabaja con palabras; Joan Didion escribe El año del pensamiento mágico para dar forma al derrumbe; Simone Weil define la atención como la hospitalidad más alta: estar con lo que duele sin sofocarlo. El lenguaje no “cura” contra la tristeza; “cura con” ella, constituyendo un espacio donde la experiencia se vuelve compartible.
Hay también una dimensión política que no conviene soslayar. Foucault enseñó a desconfiar de las evidencias del discurso médico cuando se convierten en técnicas de gobierno: la medicalización puede funcionar como ingeniería de comportamientos. Y Judith Butler nos recordó que no todas las vidas y pérdidas son igualmente llorables: algunas obtienen reconocimiento público; otras quedan fuera del marco. Medicalizar la tristeza borra esa pregunta incómoda —¿qué duelos merecen rito y cuáles se condenan al silencio?— al reducirlos a asunto clínico individual. Lo que pedía reconocimiento y comunidad recibe diagnóstico y receta.
¿Qué trata, entonces, sin silenciar? El tiempo: el duelo precisa calendario propio, no la agenda del rendimiento. El rito: una carta, una vela, un paseo hasta el árbol de siempre, un nombre pronunciado en voz alta construyen forma, y la forma sostiene. El vínculo: presencia que no huye, escucha que no interroga para corregir. El cuerpo: respiración lenta, sueño cuidado, movimiento suave; condiciones de posibilidad para que el dolor haga su trabajo. La naturaleza: esa obstinación en crecer y decaer sin estridencias devuelve medida. El arte: una imagen capaz de hospedar la falta sin convertirla en espectáculo.
El sentido no es una arenga heroica. Viktor Frankl lo pensó como orientación humilde: un para qué que no cancela el dolor, pero impide que se vuelva absurdo. Hannah Arendt distinguiría labor, trabajo y acción; cuando atravesamos el valle, la acción adopta formas discretas —escuchar, cocinar una sopa, ordenar papeles, regar a una hora fija— que sostienen mundo en escala humana. No hay épica en esos gestos, pero hay una ética de la constancia: rescatan del caos fragmentos habitables de existencia. El sentido, en estos tránsitos, acostumbra a tener el tamaño de un vaso de agua ofrecido a tiempo.
Importa también la conversación con el miedo. Antes era sombra; después tiene contornos. La franqueza cuidadosa —decir lo que es sin teatralidad, admitir incertidumbres, no exigirse la versión óptima de uno mismo en medio del terremoto— es, por sí misma, terapéutica. No todo alivio es progreso: a veces la prisa por dejar de sentir dificulta comprender. La pregunta útil no es “¿cómo quito esto cuanto antes?”, sino “¿qué me pide esta tristeza y qué necesita para ser tramitada sin que yo desaparezca?”. Cuando el dolor ahoga, aliviar es humanísimo; cuando todavía habla, escucharlo es un acto de dignidad.
No glorifico el sufrimiento. No hay virtud en padecer por padecer. Lo que defiendo es el derecho a la lengua de la tristeza, a su modulación y a su tiempo. Medicalizar por reflejo empobrece el repertorio humano, confunde alivio con silencio, confunde funcionamiento con vida. Aceptar ciertos inviernos no es culto al frío: es confianza en que la vida dispone de estaciones. Habitar la tristeza con honestidad —sin mitificarla ni negarla— es un gesto de civismo íntimo: una forma de cuidado mutuo en la que aprendemos a sostenernos sin expulsar de la escena lo que nos constituye.
Hay imágenes que ayudan a recordarlo. Una silla vacía que ya tiene nombre; una mano que permanece sobre la mesa; una taza tibia a la hora en que antes llegaba alguien. No son pruebas clínicas; son pruebas de realidad. Allí, en lo pequeño, la tristeza se vuelve legible. Y, cuando se vuelve legible, algo de su filo deja de herir a ciegas. La salida, si existe, es más que acto, es práctica: decir con precisión, escuchar con paciencia, permitir que el tiempo haga parte del trabajo, aceptar el auxilio cuando la noche no cede, devolver después la palabra a quien la perdió. No toda herida es patología; algunas son gramática. Y aprender a leer esa gramática —con rigor y con ternura— quizá sea una de las tareas más serias de la vida.
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Estamos ante un inmenso proceso de medicalización de la vida cotidiana y ello comporta consecuencias graves, algunas hoy en día imperceptibles (aún).
Algo que suelo preguntar(me) es ¿por qué tan sólo se conceden 3 días por fallecimiento, mientras que 15 días por matrimonio? Veo cómo se ha ido instaurando, en líneas generales, una desconexión con la muerte, tanto en el individuo como en la sociedad. Cuando se presenta la muerte, la gente no sabe estar ni acompañar: es habitual evitar a los dolientes, caer en tópicos. Incluso se hace como si no pasara nada en un intento de “animar” y volver a la “normalidad”; menos aún se sabe trascender este acontecimiento. Y donde digo muerte, encaja también tristeza, melancolía o dolor. Nos hemos desprendido de las condiciones tradicionales de vida, de las referencias familiares, de clase o de comunidad, desarrollando formas de vida individualizadas e insolidarias; de este modo, escuchar las penas, acompañar en la desgracia o aconsejar en crisis vitales ya no son tareas que corresponden a la familia, amigos y comadres, sino que el Estado y sus derivadas ofrecen tratamientos con psicofármacos y palabras salutíferas que consiguen que la persona pueda adaptarse a las dinámicas laborales y sociales que hacen difícil conservar hábitos de vida saludables.
Quizá ya te lo he recomendado en otra ocasión —si es así, disculpa que me repira—, Ana Carrasco Conde tiene un ensayo muy afín a tu texto: La muerte en común. Sobre la dimensión intersubjetiva del morir.
Rescato una idea de Fernando Colina: “La sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irremplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad” (Prólogo “Psiquiatría y cultura”, en “La invención de las enfermedades mentales” de José María Álvarez).
Gracias, Chus, por tus reflexiones y por dialogar tan bonito con otros pensadores.
Me encantó el texto , parece clara la idea de Han sobre la sociedad del rendimiento, donde la tristeza (o cualquier otra emoción) que obstruye la normalidad de la vida cotidiana ,.no será bienvenida. Pero creo ver que propones en las vínculos una salida , el acompañamiento, la escucha , ...pero en algunos de tus otros textos estos vínculos, actuales , están , cuanto menos, también aliados al rendimiento, al cuestionario interactivo, reacios a preguntas y situaciones incómodas ...como construimos desde ahí? Cuanta empatia tenemos ( y nos tienen , incluso nuestras familias) ante lo prolongado del.dolor ? Quien legitima los tiempos ? Cuanta hospitalidad tiene la tristeza ? ...parece , y es doloroso decirlo, cuando citas a Eva Illouz , no podemos escapar de la "gestion" .
Gracias por tus textos
DONDE MUEREN LOS CIERVOS ....es una experiencia cercana o personal?
Gracias