La impaciencia como síntoma de un tiempo roto
Un elogio a la pausa en tiempos que no saben detenerse. Una invitación a esperar sin miedo, sin pantallas, sin ruido.
Ya no sabemos esperar.
O, quizás, peor aún: ya no soportamos hacerlo.
La espera se ha vuelto intolerable porque hemos olvidado qué hacer con el silencio. En otro tiempo, esperar era habitar una pausa: una rendija donde el pensamiento se acomodaba, donde el cuerpo podía simplemente ser sin producir, donde la mirada vagaba, libre, sin más finalidad que mirar.
Hoy, la espera es percibida como vacío. Un vacío que urge llenar. Un segundo de demora y ya buscamos la pantalla, como si el mundo interior se hubiera vuelto inhabitable, como si la conciencia, sin ruido externo, comenzara a inquietarse, a protestar, a recordarnos que seguimos aquí, sin distracciones.
Nos desplazamos por imágenes sin anclaje, titulares sin hondura, como quien lanza migas a un pozo, esperando que algo calme la ansiedad. No porque tengamos hambre, sino porque tememos lo que ocurre cuando dejamos de comer. Simone Weil hablaba del “horror al vacío” como una forma de sufrimiento espiritual: una incapacidad de sostener el silencio interior, de habitar el tiempo sin llenarlo de urgencias superfluas.
¿En qué momento empezamos a concebir la espera como pérdida de tiempo y no como espacio para encontrarnos? ¿En qué instante la pausa dejó de ser un refugio para convertirse en una amenaza?
Es curioso: tanto clamamos por tiempo —más tiempo, tiempo libre, tiempo propio—, pero cuando lo tenemos, aunque sea un breve respiro entre una cola y otra, lo convertimos en pasatiempo. No lo vivimos, lo matamos. Paul Virilio advertía que en la era de la aceleración absoluta, la lentitud ya no es solo disidencia: es escándalo. Una provocación a un sistema que mide el valor por la velocidad.
Parece un hecho: la espera ha sido desterrada del tiempo útil. Se la ha confinado a un no-lugar, una zona de tránsito que nos incomoda y nos empuja al escape. Vivimos en una época que ha hecho de la inmediatez su dios y de la aceleración su credo. En este nuevo dogma, la espera es herejía.
Pero hubo un tiempo —no tan lejano— en que esperar no era sinónimo de pérdida, sino de disposición. Se esperaba con el cuerpo entero: en los andenes, en las cartas, en los silencios prolongados. La espera era lenguaje. Y también rito.
Esperar no era interrumpir el tiempo. Era habitarlo. Una forma de atención. Una ceremonia silenciosa donde el alma podía susurrarse cosas sin interrupciones. Proust decía que “el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Y para que la mirada se transforme, necesita detenerse. Necesita demorarse. Necesita espera.
Ahora, en cambio, cuando algo se retrasa, sentimos que el mundo nos falla. Que el tiempo se ha vuelto contra nosotros. Y no toleramos el más leve signo de lentitud.
Quizá el problema no es que el mundo vaya deprisa, sino que ya no recordamos cómo detenernos. Hemos sido educados en la producción constante: de contenido, de respuestas, de reacciones. Hasta el ocio se nos ha vuelto rendimiento. Hasta la contemplación necesita justificación. Byung-Chul Han, en El aroma del tiempo, señala que en esta era del “tiempo disperso”, hemos perdido toda capacidad para el recogimiento, para la espera sin objeto, para el tiempo como duración y no como mercancía.
El teléfono móvil es hoy el ansiolítico más popular. Basta con una espera de treinta segundos para que los dedos lo busquen. No para hacer algo urgente, sino para no estar. Para no sentir la incomodidad del presente sin adornos. Para no escuchar la respiración ni el pensamiento. Como si hubiera algo peligroso en ese murmullo que brota cuando el mundo se calla. Heidegger decía que sólo en la escucha silenciosa del ser se nos revela aquello que es esencial; pero para ello, hay que dejar que el ser se diga y no interrumpirlo con distracciones.
Y es que, como escribió Pascal, “todos los males de los hombres derivan de no poder estar tranquilos en una habitación”. Quizá no soportamos esperar porque sobra ruido interior. Porque nos hemos olvidado de convivir con nosotros mismos sin mediaciones.
Y, sim embargo, ¿no es en la espera donde florean ciertas formas de sabiduría?¿No es en esa pausa —impuesta o elegida— donde emergen ideas que no caben en el ruido, intuiciones que no llegan a gritar, emociones que únicamente hablan en voz baja?
Hoy, aprender a esperar es resistir. Es una forma sutil de desobediencia. Una grieta en la lógica del rendimiento. Es decidir que no todo merece ser acelerado. Que hay gestos, como el mirar una hoja caer o el observar a un niño que juega, que sólo se revelan cuando el tiempo no nos persigue.
Esperar es, por tanto, una oportunidad para regresar a una relación más orgánica con el tiempo, con el cuerpo, con la mente. Esperar es volver a ser porosos. “Por donde el mundo entra” —diría María Zambrano—, no es por la prisa ni por la utilidad, sino por esa grieta delicada del asombro.
Lévinas afirmaba que en la espera no sólo se suspende el tiempo: se revela el otro. Hay una espera que no es pasiva, sino ética; que nos abre a la alteridad, a lo que no controlamos, a lo que no somos. Esperar es, en el fondo, reconocer que no somos el centro del tiempo.
Tal vez deberíamos preguntarnos qué revela esta urgencia por llenar los márgenes. Tal vez lo insoportable no es la espera en sí, sino la presencia de uno mismo cuando nada nos distrae. Tal vez, detrás del gesto automático de sacar el móvil, se esconde un grito sordo: el miedo a estar.
Y, —y esto me lo digo a mí misma también—, qué revolución tan sencilla sería, algún día, en medio de una fila, decidir no hacer nada. No mirar el teléfono. No buscar excusas.
Únicamente estar.
Respirar.
Dejar que el tiempo pase y no pase nada.
Muy bueno 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
Preciosooooo!!!