La libertad programada: una coreografía del consentimiento
El algoritmo no nos impide elegir: diseña los límites de lo elegible y nos enseña a desear dentro de ellos.
Hubo un tiempo en que el destino era un relato impuesto desde fuera: los astros, los dioses, la sangre. Luego vino la modernidad con su promesa de autonomía, y nos convenció de que ser libres era elegir. De que el sujeto podía, con voluntad y razón, gobernar su vida. Pero hoy, en la era del algoritmo, esa libertad se ha convertido en una ilusión pulida: una puesta en escena donde las decisiones parecen nuestras, aunque hace tiempo que han sido anticipadas, clasificadas, inducidas. Una superficie brillante y tersa que oculta, bajo su lustre, la renuncia al pensamiento.
Porque ¿qué es la libertad si no está sostenida por pensamiento? ¿Qué significa elegir si no se comprende el marco en el que se elige? Sin pensamiento crítico, la libertad pierde su contenido: dejar de ser conquista y responsabilidad, para convertirse en comodidad disfrazada de autonomía. Elegir sin comprender es repetir. Desear sin preguntarse por qué es obedecer sin saberlo. La libertad, de esta forma, sólo se simula.
Lo inquietante no es tanto que nos vigilen, como que nos conozcan mejor que nosotros mismos. Que hayan aprendido nuestros patrones, nuestros titubeos, nuestras rutinas y que trabajen para reafirmarnos. Bernard Stiegler advirtió que la técnica, cuando no está acompañada de pensamiento crítico, se convierte en un sistema de captura del deseo. No se limita a facilitarnos la vida: nos modela. Nos forma. Nos preforma. En esa configuración, el algoritmo prescribe.
Nos gusta creer que navegamos, que buscamos, que descubrimos. Pero lo que llega a nosotros ya ha sido filtrado. Lo que no se ajusta a nuestro perfil desaparece. Deleuze ya intuía este tipo de control cuando hablaba de las sociedades de modulación, donde el poder no reprime, sino que ajusta continuamente el comportamiento. Ya no se trata de prohibir, se trata de mantenernos conectados, activos, afines. Se nos invita a ser libres, pero siempre dentro de un marco de compatibilidades. Y cada clic dejar de ser sólo una preferencia para convertirse también en un rastro, en una semilla para la próxima predicción.
En este contexto, incluso la identidad se vuelve algoritmo. Como sugiere Byung-Chul Han, ya no construimos el yo desde el conflicto o el otro, sino desde la retroalimentación constante de lo mismo. La subjetividad se convierte en un bucle de autorreconocimiento, un espejo que nos devuelve lo que ya somos. El sujeto, dice Han, “se explota a sí mismo creyendo que se está realizando”. Y en esa trampa, desaparece el riesgo, la alteridad, la interrupción.
También Simondon nos recuerda que el ser humano es un proceso de individuación inacabado, una apertura constante al devenir. Pero ¿cómo devenir cuando todo lo que recibimos refuerza lo que fuimos? ¿Cómo cambiar si el sistema que nos rodea trabaja para estabilizarnos en una versión optimizada de nosotros mismos? La predicción mata el acontecimiento.
Incluso el tiempo, que parecía inasible, ha sido sometido a cálculo. Todo ocurre en presente continuo, sin demora, sin hiato, sin espera. Pero pensar requiere lentitud, decía Arendt. Requiere un tiempo improductivo. Un tiempo que ya no existe porque ha sido monetizado, convertido en dato, exprimido.
En este paisaje donde todo está ya perfilado, propuesto, sugerido, el pensamiento crítico no sólo es innecesario; se vuelve incómodo. Si cada elección ha sido cuidadosamente adaptada a nuestras preferencias, ¿qué espacio queda para el juicio, para la pregunta, para la incomodidad de dudar?
El algoritmo no nos impide pensar, pero nos exime de hacerlo. Su eficacia se nutre de nuestra pereza intelectual, de una cultura que ha ido desactivando el conflicto interior en favor de la respuesta inmediata. ¿Para qué reflexionar si ya se nos ha mostrado la mejor opción? ¿Para qué confrontar ideas si el flujo nos mantiene en la zona tibia de lo familiar?
Como diría Adorno, pensar críticamente no es confirmar lo que ya se sabe, sino interrumpir la evidencia, desmantelar las estructuras que se presentan como naturales. Pero en este presente de hiperconectividad, el pensamiento se ha vuelto una carga. No produce, no entretiene, no sirve. Pensar es un gesto lento en un mundo que exige velocidad. Una disonancia que el algoritmo corrige con amabilidad.
Y así, poco a poco, el juicio se delega. La elección se automatiza. La convicción se sustituye por la afinidad. El disenso se percibe como una molestia. Lo crítico, como una agresión. No es casual que el pluralismo se empobrezca y que el debate se transforme en performance.
Sin pensamiento crítico, la libertad no es más que una palabra vacía. Se nos permite elegir, pero sólo entre lo que ya ha sido calculado. Se nos promete autonomía, pero sin tiempo para detenernos. Lo inquietante no es que no pensemos, sino que no recordemos cómo era pensar. Se pierde la elección, y lo más importante el temblor previo a decidir.
Y sin embargo, la manipulación algorítmica no actúa como un acto violento. No impone: persuade. No prohíbe: seduce. Su poder no reside en el castigo, sino en la previsión. Su forma de dominio es más cercana a una coreografía que a una orden: conduce suavemente, con gestos que parecen propios, hacia lugares no elegidos. Su fuerza está en haber hecho coincidir el deseo con el diseño.
Al manipular lo visible, reconfigura también lo pensable. Lo que no se muestra —lo que no entra en el flujo— pierde existencia simbólica. La realidad se convierte en una zona editable. El algoritmo actúa como una forma de edición del mundo: borra lo que no encaja, sobreexpone lo que funciona, oscurece lo que interrumpe. ¿Cómo pensar críticamente si el campo de lo pensable ha sido ya podado?
Estamos ante una pedagogía imperceptible. Una que nos educa sin que sepamos que estamos aprendiendo. Aprendemos a desear según patrones, a movernos según lógicas de rendimiento, a mirar según filtros. Y, sin darnos cuenta, dejamos de sospechar. El algoritmo nos entrena en la facilidad. Nos vuelve expertos en preferir.
Por eso su manipulación es más eficaz que cualquier forma de censura explícita: porque no actúa sobre lo que decimos, sino sobre lo que llegamos a pensar. No nos impide expresarnos, pero hace improbable que queramos hacerlo fuera del guion. No impone ideas, pero moldea el terreno donde las ideas pueden nacer.
Orwell imaginó un mundo gobernado por la vigilancia total, donde el poder se ejercía mediante la represión, la mentira institucionalizada y la supresión de la intimidad. Pero la distopía que habitamos no necesita silenciar: le basta con saturar. No necesita prohibir el pensamiento, sólo necesita convertirlo en superfluo. El algoritmo no borra libros, como el Ministerio de la Verdad, pero escribe por anticipado los que serán leídos. No castiga la disidencia, porque ya ha optimizado el consentimiento.
Lo que Orwell dibujó como amenaza, nosotros lo aceptamos como comodidad.
Lo más inquietante es que ya no sabemos qué parte de lo que deseamos nos pertenece.
Tal vez por eso lo que más escasea hoy no es la información, sino la distancia. La capacidad de sustraerse al flujo. De mirar desde otro ángulo. De sospechar, como decía Camus, que “nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”.
Recuperar esa distancia no será cómodo. Exige fricción, silencio, lentitud. Exige, sobre todo, una voluntad de no rendirse al algoritmo como forma de destino.
¿Y tú, cuándo fue la última vez que elegiste algo que no esperabas desear?
Si quieres saber más sobre mí: www.chusrecio.com





Brillante! Deberíamos adoptar la actitud de los salmones y nadar contracorriente para preservar nuestra libertad; pero me temo que nuestra libertad, como nuestra felicidad, han sido ocultas, como dice la leyenda hindú, en el lugar más inaccesible, donde nunca buscaremos: en nuestro interior; mientras lo externo nos mantenga absortos, no buscaremos respuestas y peor aun, no haremos preguntas.
Una forma clarificadora de describir lo que sucede, de invitar al cuestionamiento y de tomar distancia para tener una perspectiva más amplia. Tu texto es estimulante