La mentira como gesto estético y la ética de la franqueza
Cuando el deseo de agradar suplanta al coraje de ser sinceros, el lenguaje se convierte en máscara. Este texto es una invitación a recuperar la franqueza como forma de cuidado y de respeto.
En algún punto de los últimos años, el ideal de la comunicación asertiva —ese arte de transmitir con claridad, respeto y conciencia del otro— comenzó a degradarse. Lo que en un principio fue un compromiso con el cuidado del lenguaje y la delicadeza al expresar una crítica, se ha vuelto, poco a poco, una práctica refinada de evasión. Bajo la bandera de la amabilidad, de la armonía, de no herir, muchas veces simplemente no se dice la verdad. Y lo más inquietante: ni siquiera lo reconocemos como una forma de mentira. A veces, incluso se dice algo que no es cierto.
Es una transformación sutil, pero de un calado profundo: lo que nació como una forma de evitarle al otro un sufrimiento innecesario al recibir una crítica, ha terminado por convertirse en un mecanismo de autoprotección. Ya no actuamos por consideración, sino por comodidad. No estoy evitando tu dolor: estoy evitando mi propio esfuerzo. El esfuerzo de hallar una forma justa, verdadera y respetuosa de decir algo difícil. El esfuerzo de sostener la incomodidad sin camuflarla. El esfuerzo de comprometerme con una relación que exige honestidad, no cosmética. Y también —aunque incomode reconocerlo— el riesgo de no gustar. De que mi verdad irrite, perturbe, aleje. De que mi sinceridad fracture la imagen carismática que tanto me he esmerado en construir. A veces, el silencio no es una muestra de delicadeza, sino un intento desesperado por conservar la imagen que el otro guarda de mí, aunque esa imagen sea una ficción. No miento para cuidarte: miento para no dejar de ser perfecto ante tus ojos.
La palabra asertividad ha sido domesticada. Como tantas otras, se ha desgastado. Se ha vaciado de su dimensión ética y se ha revestido de eufemismos, fórmulas prefabricadas y atajos emocionales. Hoy, hablar asertivamente equivale, en muchos casos, a no decir lo que realmente pensamos, sino lo que suena amable, lo que no genera roce, lo que no nos incomoda a nosotros mismos ahorrándonos nuestro propio malestar. Ya no se trata del arte de decir verdades sin herir, sino el arte de incluso llegar a decir mentiras con buena cara. La asertividad se confunde con diplomacia vacía, con cortesía estéril, con eufemismo funcional. Y así, puliendo el mensaje hasta el exceso, lo despojamos de su contenido. La sinceridad ha pasado a ser percibida como rudeza, y lo asertivo, como un susurro inofensivo.
Y aquí se cuela, una vez más, el espíritu líquido del que hablaba Bauman: la pulsión contemporánea a diluir vínculos, valores y conflictos. A esquivar toda fricción, a rehuir el compromiso con lo real, lo denso, lo incómodo. En lugar de buscar el modo justo de decir la verdad, preferimos el atajo: no decirla. Nos escudamos en la empatía, pero lo que ejercemos es una forma de pereza emocional. Una que, en el fondo, es también una forma de hipocresía.
Lo paradójico es que, al mentir para evitar un conflicto o preservar una imagen, traicionamos el principio que pretendemos honrar: el respeto por el otro. Porque respetar es también confiar en que el otro puede escuchar una verdad sin que eso destruya el vínculo. Es asumir que la franqueza, bien dicha, no es una agresión, sino una forma profunda de presencia. Ser claro no es ser cruel. Y suavizar no debería significar falsificar. Ser verdadero no significa ser brutal. Hay una virtud olvidada que consiste en saber decir la verdad sin violencia, y sin maquillajes. Esa es, quizá, la forma más alta de respeto. Porque cuidar no es proteger del dolor a toda costa: es confiar en que el otro puede escuchar, interpretar, atravesar lo dicho y crecer a partir de ello.
A menudo, la mentira no brota del desprecio, sino del miedo: miedo al rechazo, a la incomodidad, al malentendido. Pero cuando es ese miedo quien guía nuestros gestos, lo que construimos es una red de vínculos frágiles, tejida con silencios estratégicos, con gestos bienintencionados pero huecos, con verdades postergadas. Y lo que se erosiona, con el tiempo, no es solo la confianza del otro, sino la nuestra: la confianza en nuestra propia capacidad de sostener la verdad sin herir, sin romper, sin huir.
La verdadera asertividad no consiste en esquivar los conflictos, sino en atravesarlos con integridad. No se trata de optar entre la brutalidad o el silencio, sino de aceptar que hay verdades ásperas que merecen ser dichas con el lenguaje más humano —y más digno— que seamos capaces de encontrar. Lo contrario es una rendición: una claudicación ante la comodidad, una estética del agrado superficial, una cortesía que se transforma en farsa.
Y así se abre, de nuevo, el viejo dilema existencial: ¿quién soy cuando hablo? ¿Una versión moldeada para agradar, o alguien dispuesto a habitar su palabra sin renunciar a sí mismo? ¿Digo lo que se espera, o lo que realmente pienso? ¿Y qué queda de mí si cada palabra que pronuncio ha sido previamente filtrada por el deseo de agradar?
Evitar una incomodidad puede parecer un gesto compasivo, pero a menudo es una forma de hipocresía disfrazada de bondad.
La verdadera asertividad no es una técnica relacional, sino una forma de ética: una decisión íntima de fidelidad a uno mismo sin violencia, y de respeto al otro sin simulación. Una manera de habitar el lenguaje con responsabilidad. De no renunciar ni a la verdad, ni al otro.
Quizá la pregunta que deberíamos hacernos es “¿cómo digo la verdad sin traicionar lo que pienso, y sin deshonrar tu escucha?”. Porque mentir —aunque sea dulcemente— también es una forma de desprecio. A veces, más punzante que una verdad dicha sin pulir, es esa mentira que se pronuncia con sonrisa.
Algunos datos técnicos
La tensión entre decir la verdad y cuidar al otro no es nueva, pero sigue palpitando con fuerza bajo el lenguaje cotidiano. Desde los albores del pensamiento, la palabra no ha sido solo un vehículo de transmisión, sino un espacio ético: un terreno donde la responsabilidad se juega con cada frase.
Ya en los diálogos socráticos se percibe este conflicto. Sócrates no hablaba para agradar ni buscaba preservar la armonía: interrogar era, para él, una forma de cuidado incómodo. Esa práctica de decir lo que incomoda —la parresía— fue comprendida por muchos pensadores clásicos como una forma de coraje: hablar con franqueza, incluso cuando esa franqueza conlleva un riesgo. Siglos después, Foucault retomaría esa misma noción, advirtiendo que hablar con libertad no es simplemente hablar sin censura, sino hacerlo sin adulación, sin cálculo, sin fingimiento. Hablar como quien se expone, no como quien se protege.
En otro tono, Montaigne sugería que decirse la verdad entre amigos no era agresividad, sino respeto: no hay verdadera intimidad sin franqueza. Pascal, siempre al borde del abismo, intuía que la verdad sin caridad puede volverse arrogante, pero la caridad sin verdad termina por convertirse en manipulación. Lo difícil —lo verdaderamente difícil— es sostener ambos extremos sin que uno anule al otro.
Kant, desde su ética rigurosa, afirmaba que mentir es siempre inaceptable, incluso cuando parece compasivo. Su postura puede parecer austera, pero señala un riesgo profundo: cuando la mentira se normaliza, cuando se vuelve cómoda, deja de proteger para empezar a rendirse. Nietzsche, desde una orilla opuesta, veía en esa hipocresía social no solo un gesto de adaptación, sino un síntoma de decadencia: mentimos, decía, no sólo para agradar, sino para no ver quiénes somos realmente.
En la literatura, esta tensión ha sido explorada como una herida íntima. Virginia Woolf capturaba el modo en que lo no dicho puede corroer un vínculo con más eficacia que cualquier palabra dura. Camus aspiraba a una sinceridad que no fuera dogma, sino lealtad silenciosa. Orwell, con lucidez profética, advertía que, en tiempos de fingimiento colectivo, decir la verdad es ya un acto de resistencia. Pessoa —con su legión de máscaras— parecía intuir que mentir era una forma de protegerse del vértigo de ser uno mismo. Y Rilke, desde el temblor de la desnudez interior, nos invitaba a habitar el mundo con palabras propias, aunque sean torpes, aunque no encajen.
Quizá, entonces, la asertividad —cuando se entiende no como una técnica relacional, sino como una actitud ética— consista en eso: en recobrar la hondura de la palabra. Su capacidad no solo de decir, sino de revelar. De tocar sin herir. De sostener sin disfrazar. Decir la verdad no es una cuestión de tono, sino de presencia.






Qué maravilla, Chus. Esa reflexión final, con ese viaje por la mentira a través de la filosofía y la literatura me lo guardo para mí para siempre. ¡Me ha alucinado!
Estoy muy de acuerdo contigo en que vivir en la mentira de embellecer las palabras para evitar incomodar es tan o igual de dañino como el hacerlo en el mentir para herir al otro.
Pero, ¿qué podemos esperar de una sociedad que solo vive en el buenismo o la violencia? ¿Donde comunicarse desde la asertividad y el respeto al otro se ha convertido en utopía?
Decir lo que uno piensa sin convertirlo en ataque es de las cosas más difíciles, pero también de las más necesarias. Lo otro, ese maquillaje amable que evita el roce, acaba vaciando los vínculos de verdad y de presencia.