La obsolescencia del yo: cuando ser elegidos vale más que ser
Las relaciones no son encuentros, sino transacciones. Nos editamos para encajar, y nos diluimos en un mercado de vínculos fugaces. ¿Queda algo auténtico en nuestro reflejo?
Zygmunt Bauman nos advirtió de la fragilidad de nuestros tiempos. Habló de un mundo líquido, un espacio donde las estructuras sólidas del pasado se desvanecen, donde los vínculos, las certezas y las instituciones se han vuelto maleables, temporales, descartables. En esta modernidad líquida, nada es fijo, todo fluye, todo cambia con la misma facilidad con la que se esfuma. Lo que no supimos ver –o lo que aceptamos con peligrosa docilidad– es que, en ese proceso de disolución, no solo nuestras instituciones y nuestras relaciones han perdido forma, sino también nuestra propia identidad.
Hoy, cuando miramos al otro, no lo hacemos desde la profundidad de un encuentro, sino desde la lógica del mercado: sus valores han dejado de ser el núcleo que los define. Ya no observamos la bondad, la lealtad, la inteligencia o la creatividad como ejes fundamentales para conocer a alguien. Esos valores han sido relegados, considerados poco útiles para una era donde todo debe ser mensurable, cuantificable, optimizable. Pero no solo eso: todo debe estar diseñado para una satisfacción superficial e inmediata del yo. No buscamos el encuentro con la otredad como una experiencia que nos transforme, sino como un objeto de consumo que debe brindarnos placer instantáneo, sin esfuerzo, sin demora, sin incertidumbre.
Lo que importa es el envoltorio: el aspecto físico, la edad, la ubicación, la proximidad geográfica, el nivel de ingresos. Evaluamos personas como quien escanea un código de barras. Comparamos características como si el otro fuera un producto en exhibición y, si no encaja en nuestra lista de requisitos, lo descartamos con la misma impasibilidad con la que eliminamos un artículo del carrito de la compra. Desplazamos con indiferencia lo que no nos convence, filtramos opciones según nuestras preferencias momentáneas y desechamos lo que no encaja en nuestro molde prefabricado de conveniencia.
La cosificación del otro no es nueva, pero lo que sí es reciente es nuestra aceptación acrítica de ella. Hemos asumido la lógica de lo efímero como un modo natural de existir. La misma tecnología que nos prometió conectarnos nos ha enseñado a consumirnos mutuamente. Y, en esa mercantilización de la persona, hemos dejado de considerarnos seres completos para convertirnos en ensamblajes de rasgos, en un escaparate de cualidades exhibidas estratégicamente para encajar en un mercado inabarcable de vínculos precarios. La profundidad ha sido sustituida por la funcionalidad. Ya no preguntamos qué mueve a alguien, sino qué nos ofrece. No nos interesa quién es, sino qué tan bien satisface, de manera inmediata y sin inconvenientes, nuestros deseos personales.
Bauman describió como relaciones líquidas los amores que se evaporan ante la menor incomodidad, amistades que dependen de la utilidad, compromisos que se diluyen en la inmediatez del deseo. Pero su diagnóstico se ha quedado corto. No solo nos relacionamos de manera líquida, sino que nos hemos convertido en entidades líquidas.
Nuestra identidad ya no es un proyecto sólido, sino un perfil en constante edición. Nos ajustamos, nos filtramos, nos moldeamos con un solo objetivo: estar en el mercado. Tener éxito. Ser elegidos. Nos despojamos de lo esencial para ajustarnos a la demanda. Ya no nos definimos a través de nuestra esencia, sino a través de nuestra capacidad de encajar en una demanda que nunca se detiene. Nos preocupamos más por la estética de nuestra identidad que por su verdad. Nos reducimos a listas de especificaciones, creyendo que así nos volvemos más atractivos, más seleccionables, más rentables en un mercado donde el amor y la amistad ya no son encuentros, sino transacciones. Hemos internalizado el lenguaje del mercado hasta el punto de vernos a nosotros mismos como productos en competencia, buscando ser "vendibles", "atractivos", "relevantes".
Lo líquido ya no es solo la modernidad; lo líquido somos nosotros. Pero en nuestra obsesión por fluir, nos hemos vuelto rígidos, encadenados a la inmediatez de nuestro propio deseo. En el reflejo de este mundo líquido, ya no reconocemos un rostro, sino un escaparate de versiones fugaces de nosotros mismos.
Pero, en medio de esta inercia, cabe preguntarnos: ¿somos realmente libres en esta fluidez, o nos hemos convertido en esclavos de la necesidad de ser elegidos? Si todo lo que somos debe ser optimizado para encajar, si cada versión de nosotros mismos responde a una exigencia del mercado, ¿queda algo auténtico en nuestro reflejo?
ALGUNOS DATOS TÉCNICOS
El concepto de modernidad líquida mencionado al comienzo de esta reflexión, fue desarrollado por Zygmunt Bauman, quien argumentó que en la sociedad contemporánea las estructuras que antes proporcionaban estabilidad –las relaciones, el trabajo, la identidad– se han vuelto fluidas, efímeras y precarias. En su obra Amor líquido (2003), Bauman analiza cómo los vínculos humanos han adoptado la lógica del mercado: buscamos relaciones que nos aporten gratificación inmediata, sin complicaciones, y descartamos con la misma rapidez con la que adquirimos un producto nuevo.
Esta idea de la cosificación de la persona no es exclusiva de Bauman. Karl Marx, en su teoría de la alienación, ya advertía que en el capitalismo las relaciones humanas se ven sometidas a las dinámicas del intercambio, convirtiendo a las personas en mercancías. En El capital, Marx describe cómo el sistema económico moldea la percepción de nosotros mismos, reduciéndonos a meros engranajes de una maquinaria productiva.
Por otro lado, el filósofo Gilles Lipovetsky, en La era del vacío (1983), profundiza en la lógica de la superficialidad y el individualismo exacerbado que caracteriza a la posmodernidad. Lipovetsky sostiene que vivimos en una cultura de lo efímero, donde la identidad se construye y deconstruye en función de las tendencias, la imagen y el consumo. En este contexto, el ser humano deja de ser un sujeto con una esencia propia para convertirse en una suma de atributos diseñados para ser atractivos dentro de un mercado simbólico.
Desde la literatura, Guy Debord, en La sociedad del espectáculo (1967), adelantó que el mundo contemporáneo reduciría todas las esferas de la vida a una puesta en escena donde la imagen prima sobre la realidad. Su concepto de “espectáculo” se relaciona con la forma en que hoy presentamos nuestras identidades: como un producto diseñado para captar la atención, encajar en un nicho y ser “consumido” socialmente.
Incluso Jean Baudrillard, en La sociedad de consumo (1970), describió cómo el individuo contemporáneo ya no consume productos por su utilidad, sino por el valor simbólico que le otorgan. Aplicado a las relaciones humanas, esto nos lleva a preguntarnos: ¿buscamos a las personas por lo que son o por la imagen de estatus, placer o conveniencia que nos proporcionan?
Estos pensadores, cada uno desde su disciplina, coinciden en un punto esencial: la modernidad ha convertido al individuo en una entidad maleable, adaptable a las exigencias del mercado, atrapado en una constante necesidad de validación y éxito. Y la pregunta sigue abierta: ¿qué queda del ser humano cuando todo en él ha sido transformado en un atributo evaluable?
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Es muy interesante esta reflexión, y se nota que se ha gestado en una profunda desilusión con la sociedad actual y desde un deseo de conocer al otro en su autenticidad. Me he preguntado mucho a lo largo de mi vida hasta qué punto es posible este acercamiento al otro y hasta qué punto es autodestructivo. Creo que las relaciones interpersonales actuales son tan efímeras por el miedo al cambio (que siempre supone un mínimo autoanálisis y cierta autodestrucción - seguida en un futuro por una reconstrucción aunque no siempre observable desde la inmediatez del yo actual). Vivimos en la comodidad y poca gente quiere sacrificarla a favor de un posible pero no seguro enriquecimiento personal. Abrirse al otro es tirarse a un abismo. Aceptar al otro supone a menudo una reconstrucción interna de tamaño colosal. Cualquiera diría: "¿realmente merece la pena?"
Otro tema es gestión de recursos. A veces no hay tiempo ni energía disponible, o la hay tan poca que da miedo malgastarla. Me vienen a la mente historias de personas de la antigüedad que tardaban meses en desplazarse a la casa de sus amigos. ¿Quién tiene hoy en día la libertad de cogerse un día libre, una semana libre, un mes libre para dedicárselo a otra persona?