La rendición del juicio
Cuando la mentira ya no provoca consecuencias porque preferimos la comodidad del autoengaño a la fricción del juicio. ¿En qué instante dejamos de exigir la verdad y empezamos a pedir consuelo?
La semana pasada escribía sobre la mentira y la ética de la franqueza. Hoy quiero abordar un concepto que habita el intersticio entre la verdad y la mentira: la postverdad.
Hay palabras que transforman el mundo con su sola existencia. Postverdad es una de ellas. Al pronunciarla, se nos revela una herida: la sospecha de que hemos abandonado, acaso sin notarlo, la era de los hechos para adentrarnos en la niebla espesa de los relatos, donde lo verdadero ha sido desplazado por lo verosímil, y la emoción gobierna sobre la razón como una enredadera que, lentamente, cubre el muro hasta hacerlo desaparecer.
Hay un matiz inquietante en todo esto: la postverdad no elimina el concepto de verdad: lo vacía de contenido. Ya no es necesario negar directamente los hechos; basta con disolverlos en un mar de versiones alternativas, sembrar la sospecha sobre las fuentes, ofrecer relatos paralelos que alimenten la duda constante. En ese sentido, la postverdad es hija tanto del cinismo como del exceso de información. Y es también una forma de poder: quien controla la narrativa, controla las emociones colectivas.
En el régimen de la postverdad, la veracidad ya no es el criterio central del discurso público. Lo importante no es que algo sea cierto, sino que se sienta como verdadero para quien lo escucha. Así, los discursos se diseñan para movilizar afectos, para apelar a identidades, para reforzar prejuicios previos. La verdad se vuelve secundaria frente a la verosimilitud emocional.
Porque la postverdad no es simplemente una mentira. La mentira al menos conserva una relación tensa pero reconocible con la verdad: la niega, la esconde, la suplanta. La postverdad, en cambio, es más sutil y más devastadora. No discute con los hechos: los disuelve. Los rodea de niebla, los relativiza, los sustituye por una emoción compartida, por una certeza afectiva. No busca convencer, quiere agradar. Su objetivo no es argumentar, es pertenecer.
Hay, quizás, una extenuación del alma crítica que se ha ido gestando en el murmullo constante de las pantallas, en la sobreexposición a discursos contradictorios, en el vértigo de un presente que se reinventa cada diez segundos. El espíritu crítico, como todo lo valioso, exige tiempo, silencio, lentitud. Pero vivimos en una época que ha declarado la guerra a la lentitud, que considera el silencio una anomalía y el pensamiento un lujo improductivo. Todo es fugaz, efímero, líquido —como diría Bauman—: las ideas no se habitan, se consumen; las certezas no se construyen, se alquilan. Así, poco a poco, fuimos delegando el juicio en otros: en la opinión dominante, en la comunidad digital, en la emoción compartida. Empezamos a consumir ideas como quien consume entretenimiento: buscando placer inmediato, adhesión afectiva, gratificación instantánea.
Hemos cambiado la pregunta ¿es esto cierto? por ¿esto me representa?, y en esa mutación del juicio al deseo se ha abierto la grieta. La verdad se ha vuelto una cuestión de adhesión emocional. De fe. En este nuevo régimen afectivo del discurso, lo que se impone es la identificación. Las palabras ya no informan: consuelan. Ya no iluminan: aplacan. Ya no son un puente hacia lo otro, sino un espejo que devuelve nuestra propia imagen amplificada, deformada, halagada.
La verdad nunca fue fácil. Nunca fue cómoda. La verdad hiere, contradice, incomoda. Tiene bordes afilados. Es vertical. Y requiere soledad, una soledad fértil, donde las preguntas esperen análisis profundo y no la superficialidad de los aplausos. La postverdad nos exonera de esa incomodidad. Nos dice: “no tienes que pensar, solo sentir”. Y nosotros aceptamos el pacto.
Es tentador culpar a la política, a las redes sociales, a la fragmentación mediática o a los algoritmos que solo nos devuelven aquello que refuerza nuestras ideas. Pero la raíz de la postverdad es más profunda, y más humana. Tiene que ver con una transformación silenciosa de nuestra forma de habitar el mundo. Con una metamorfosis lenta pero radical de nuestra sensibilidad: ya no buscamos la verdad, buscamos comodidad. Nos hemos habituado a una vida sin fricción, a un pensamiento sin esfuerzo, a una emoción sin conflicto.
Como sugiere Byung-Chul Han, habitamos un tiempo que nos presenta sin descanso, promesas que nos seducen con la promesa del bienestar; donde en lugar de represión, tenemos exceso de positividad. Hemos sido educados para evitar el malestar a toda costa, incluso el malestar de pensar. En ese contexto, la postverdad deja de ser una anomalía, para convertirse en un producto coherente del deseo de vivir sin asperezas: una ficción amable que organiza sin exigir, que calma sin confrontar, que promete sentido sin comprometernos con lo real. En tiempos de incertidumbre, la verdad se vuelve insoportable; y la postverdad, entonces, se alza como un bálsamo narrativo, que nos adormece en lugar de curarnos.
Tal vez se trate en el fondo, de miedo. Miedo a no tener certezas. Miedo a la intemperie de lo real. Miedo a descubrir que las cosas no son como creíamos. Y así, preferimos un relato verosímil a una verdad que nos obligaría a cambiar, a actuar, a desobedecer.
La postverdad no se impone por decreto: se instala como una forma de ternura mal entendida. Una caricia que adormece. Una mentira dicha con tono amable, que nos devuelve una imagen del mundo donde todo encaja, incluso lo falso.
Quizá lo más inquietante sea que ya no necesitamos censura, ni dogmas, ni inquisiciones. Basta con la multiplicación incesante de versiones, con la superproducción de discursos, con la democratización del delirio. En esta cacofonía, toda verdad se vuelve opinable, toda evidencia es sospechosa, toda autoridad es enemiga. El juicio crítico se evapora en la niebla del consentimiento emocional.
Y el silencio —ese antiguo territorio del pensamiento—simplemente no se escucha.
¿Y tú? ¿En qué momento dejaste de preguntar si algo era cierto para preguntarte si te hacía sentir bien? ¿En qué instante empezó a resultarte más cómodo el relato que la evidencia, más suave el consuelo que la verdad? ¿Todavía eres capaz de soportar la intemperie del pensamiento, o ya has cedido al abrigo tibio de lo que acaricia sin cuestionar?
Y si todo se vuelve ruido, si todo se vuelve relato, si todo se vuelve espejo…
¿quién cuidará el silencio? ¿Quién cuidará la verdad?
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Algunos datos técnicos.
El término postverdad (post-truth, en inglés) comenzó a tomar cuerpo en el ámbito político y mediático a finales del siglo XX, aunque su popularización se consolidó en el siglo XXI. Se atribuye su primera aparición significativa al dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich, quien lo empleó en un artículo publicado en 1992 en la revista The Nation para describir cómo, tras el escándalo Irán-Contra, la sociedad estadounidense parecía preferir el autoengaño a la confrontación con los hechos.
En 2016, post-truth fue elegida Palabra del Año por el Oxford Dictionary, que la definió como “aquella que se relaciona o denota circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. El contexto que impulsó esta elección fue doble: el referéndum del Brexit en Reino Unido y la primera campaña presidencial de Donald Trump en Estados Unidos. Desde entonces, el concepto ha pasado del ámbito lingüístico al filosófico, del análisis político a la inquietud existencial.
A lo largo del texto se atraviesan las ideas de pensadores como Bauman, cuya modernidad líquida nos ayuda a comprender la fragilidad de los marcos de referencia contemporáneos, y Byung-Chul Han, que describe con precisión la psicología de un sujeto modelado por el rendimiento, el cansancio y la positividad obligatoria.
También comparecen, aunque en susurro, otras voces más antiguas. Arendt, al advertir que “los hechos son cosas tercas”, nos recordaba su vulnerabilidad ante los sistemas totalitarios, que no solo mienten, sino que crean realidades paralelas. Foucault habló de regímenes de verdad, haciendo visible cómo el poder determina qué puede considerarse verdadero. Y Nietzsche, con su provocadora afirmación de que “no hay hechos, solo interpretaciones”, nos dejó una herida abierta: ¿cómo sostener la verdad sin absolutismo, sin renunciar a ella?
En la literatura, George Orwell imaginó un mundo en el que la falsedad institucionalizada era norma, y el lenguaje, un instrumento de sumisión. Albert Camus, con precisión ética, escribió: “Nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”.
Con esta reflexión no pretendo clausurar el sentido de la postverdad, ni encerrarla en definiciones. Más bien quiero abrir sus pliegues, sugerir sus raíces y dejar la pregunta ardiendo. Porque más allá de los titulares y las estadísticas, lo que verdaderamente importa es esto: ¿qué lugar le concedemos hoy, cada uno de nosotros, a la verdad?




