La seducción del reconocimiento y el arte de la trampa.
Sobre el artificio del halago, la fragilidad del deseo y la falta de ética que ya no incomoda a nadie.
Continuamente recibo correos en los que se me anuncia, con entusiasmo hiperbólico y frases infladas como globos de feria, que he sido elegida para un premio internacional, que mi obra ha conmovido a expertos de todo el mundo, que mi nombre —el mío— está destinado a inscribirse en la historia del arte contemporáneo. Me invitan a formar parte de publicaciones “prestigiosas”, a figurar en libros enviados a más de un millón de coleccionistas, curadores, críticos, inversores. Todo parece deslumbrante. Todo parece perfecto.
Y sin embargo, algo en mí se incomoda. No por una sospecha puntual, sino por una intuición que se repite: esta carta, este halago, esta promesa, no está escrita para mí, ni para mi trabajo. Está escrita para cualquiera que tenga un mínimo de esperanza y una tarjeta de crédito. Porque detrás del lenguaje ceremonial hay una estructura vacía, una coreografía comercial que ha aprendido a imitar el reconocimiento.
Lo que se ofrece no es un premio: es una mercancía vestida de honores. Y lo que se compra no es visibilidad, sino una ilusión cuidadosamente fabricada. No hay jurado, ni criterio estético, ni mirada crítica. Solo un guion de manipulación emocional que conoce bien sus mecanismos: primero te halaga, luego te apremia, después te cobra. “Acepta ahora o lo perderás.” “Sin prórrogas.” “Es tu legado lo que está en juego.”
En ese momento, una siente la tentación de decir que no es tan grave, que es solo un intercambio, que todos los sectores tienen su lado oscuro. Pero ahí es donde empieza el verdadero problema: en la banalización de lo deshonesto.
En La condición humana, Arendt advirtió cómo lo instrumental ha desplazado lo ético en nuestras sociedades modernas. Ya no importa lo que es justo, sino lo que funciona. El éxito, entendido como visibilidad y rentabilidad, se ha convertido en el criterio último de validez. ¿Funciona? ¿Vende? ¿Consigue atención? Entonces sirve. Y si sirve, se legitima. Poco importa que los medios estén teñidos de trampa: el fin lo redime todo.
Esa lógica se ha infiltrado hasta en los gestos que antes creíamos sagrados: premiar, reconocer, valorar una obra. El arte, que durante siglos fue refugio de la verdad simbólica, se convierte así en terreno fértil para el simulacro. Como advirtió Byung-Chul Han, hemos pasado de la negatividad del juicio a la positividad del “me gusta”. Todo es acogido, todo es brillante, todo es inflado... siempre que pueda venderse. La crítica se ha evaporado, la vergüenza también. Solo queda la autopromoción, que no necesita ética sino estética convincente.
En algún momento, sin que lo advirtiéramos del todo, la pregunta “¿es justo?” fue sustituida por otra: “¿funciona?”. Y con ese desplazamiento, la ética dejó de ser brújula para convertirse en decorado. Ya no se trata de actuar con coherencia ni de sostener una verdad, sino de causar efecto. Y si la mentira sirve para lograrlo, se profesionaliza. La mentira, en este sistema, ha dejado de ser anomalía para convertirse en herramienta.
El sociólogo Jean Baudrillard ya lo había anticipado: vivimos en la era del simulacro, donde las apariencias no solo sustituyen a lo real, sino que lo redefinen. Lo falso ya no imita: suplanta. El brillo ha reemplazado al valor. Lo importante no es que algo sea verdadero, sino que sea creíble. O mejor aún: que sea deseable.
Y en esa inversión simbólica, la mentira se legitima porque da resultados. Se convierte en táctica, en estrategia de marketing, en lenguaje institucional. Ya no se oculta: se viste de diploma. En política, en publicidad, en redes sociales, incluso en currículos vitales, quien miente con eficacia es más respetado que quien dice la verdad sin espectáculo. Como advirtió
Han, hemos dejado de pensar en términos de verdad para pensar en términos de rendimiento. Mentir, si produce, ya no incomoda.
Pero toda mentira, por eficaz que sea, erosiona algo. Erosiona la confianza, la palabra, el vínculo. Erosiona también la dignidad del que miente, porque convierte su voz en instrumento y su presencia en escaparate. Cuando el éxito se impone como absoluto, la honradez se vuelve un lujo inútil. Y sin honradez, todo se vuelve intercambiable, desechable, falso. Incluso uno mismo.
Estas trampas no se limitan al mundo del arte. Se extienden como un molde sobre todos los ámbitos donde habita la fragilidad del deseo: la literatura, la docencia, el emprendimiento, incluso la búsqueda amorosa. Nos hemos vuelto vulnerables a cualquier oferta que nos prometa validación sin espera, pertenencia sin esfuerzo, éxito sin conflicto. Y en esa vulnerabilidad se cuela lo más peligroso: la normalización de la manipulación.
La mentira, en este escenario, no necesita imponerse: basta con que coincida con un deseo latente. Como escribió Pascal, “la mentira tiene tantos rostros como el deseo que la sostiene”. Por eso es tan eficaz: porque no se presenta como una falsedad, sino como una respuesta. No se impone: se ofrece. Y lo hace con la forma exacta de aquello que anhelamos.
Simone Weil dijo que la verdadera atención es incompatible con la mentira. Allí donde hay atención profunda, hay respeto; y donde hay respeto, no hay lugar para el engaño. Por eso estos mecanismos son tan eficaces: no nos atienden, nos detectan. No nos miran, nos perfilan. Saben dónde duele, y allí apuntan su oferta.
Ante este panorama, cabe preguntarse qué reconocimiento vale la pena: ¿el que se compra o el que se construye? ¿El que llega sin contexto o el que nace del diálogo, la crítica y el tiempo?
El problema de fondo no es solo el precio económico. Es el coste simbólico de participar en un juego que degrada el sentido del mérito, la honestidad y el trabajo. Un juego donde lo que debería conmovernos —el arte, el pensamiento, la creación— se convierte en decorado de una campaña de marketing.
Y entonces me pregunto: ¿qué mundo estamos construyendo si para ser reconocidos tenemos que pagar, y para no ser olvidados tenemos que mentirnos?
Si quieres saber más sobre mí: www.chusrecio.com





Desde mi punto de vista, no es más que otra trampa del sistema para evolucionar y no colapsar sobre sus propias premisas. Es decir, siempre se vendió el ideal del éxito, de la meritocracia y de conseguir más que nadie, fomentando una individualidad máxima y una competitividad desmedida. El problema es que, cuando demasiada gente empezó a darse cuenta de que unificar a todos bajo un mismo paraguas no era posible, el sistema, siempre ojo avizor, cambió de táctica: decidió transformar el éxito en algo más alcanzable, pero por un coste. Así, el dinero ya no se adquiere a través del esfuerzo, sino del propio dinero. Es una legitimación de las élites, porque el que más tiene es el que posee más acceso a recursos, formación, oportunidades y, como resultado, una mayor probabilidad de lograr el éxito. Se cierra el acceso a las posiciones de poder, se restringe, porque la meritocracia resultó ser o bien demasiado generalista, o bien demasiado inclusiva. Muy buena tu reflexión.
Una vez más acertadísima. Un placer leer y reflexionar tus palabras