Una ética sin abrigo
Hemos confundido ética con carga. El mundo no cambiará por la virtud privada si la estructura sigue intacta.
Hace unos días leí una columna en El País que cuestionaba nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a los males del sistema. El texto, escrito desde la inquietud ética, venía a decirnos que no basta con saber: si somos conscientes de cómo funcionan ciertas estructuras injustas, y aun así participamos de ellas, entonces somos cómplices. La tesis era clara: el conocimiento implica una obligación moral, y su incumplimiento, una forma de traición. El gesto cotidiano, decía, importa. Y aunque comprendo la urgencia de ese llamamiento, algo en su planteamiento me inquietó. Porque esa apelación constante a la virtud individual —por legítima que sea— parece olvidar que no todos los fracasos del mundo pueden imputarse a nuestras pequeñas decisiones. Que hay batallas que no se libran solo con conciencia, que es necesario estructura, ley, comunidad.
Hace tiempo que el discurso dominante nos dice que el destino del mundo depende de nuestras decisiones individuales. Que si reciclamos con esmero, si reducimos nuestro consumo, si compramos de forma ética, entonces algo cambiará. Hemos aprendido a mirar el planeta, el sufrimiento ajeno, las injusticias estructurales desde el marco íntimo de nuestros gestos cotidianos. Como si bastara con ser buenos, con actuar con coherencia, con afinar nuestra brújula moral en cada compra, en cada clic, en cada bolsa que decidimos o no aceptar. Como si la virtud privada pudiera compensar la inacción pública.
Se ha instalado en la conciencia colectiva una ética atomizada, que traslada al individuo no solo la posibilidad del bien, sino la carga del fracaso. La culpa ya no recae sobre las estructuras, los gobiernos, las empresas o las leyes que permiten y perpetúan la desigualdad y la devastación, sino sobre el ciudadano común, que se debate entre la responsabilidad y la fatiga. Ya no se trata de transformar el mundo, sino de salvarse moralmente en él.
Y sí, nos han convencido de que el mundo puede salvarse con pequeños gestos. Que si cada uno recicla su botella, si compra en el comercio local, si renuncia a Amazon o deja de usar Glovo, algo cambiará. Que el infierno del otro está en nuestros clics. Hemos interiorizado una ética del comportamiento diario, una suerte de moral doméstica, íntima, que sustituye a la acción política y a la responsabilidad colectiva. Así, en lugar de exigir justicia, nos entrenamos en la virtud; en lugar de transformación estructural, se nos pide coherencia individual. Pero algo en esta exigencia resulta profundamente injusto: hemos pasado de la ciudadanía al autocontrol, de la acción social al consumo responsable, de la comunidad a la conciencia personal. El ciudadano ha sido convertido en consumidor virtuoso, y su ética, en una carga.
La culpa ya no reside en los grandes entramados del poder, sino en la compra que haces con prisa, en la bolsa de plástico que se te olvidó evitar, en la pereza que te impide buscar una alternativa más ética, más justa, más ecológica. No importa que las condiciones laborales de los riders de Glovo violen principios elementales de dignidad; lo que se nos reprocha es que les sigamos pidiendo comida. No importa que Amazon desmonte el comercio local con su lógica depredadora; lo que se nos lanza al rostro es nuestra falta de voluntad para buscar otras opciones. Como si el problema estuviera en nuestra debilidad moral, y no en la permisividad de los marcos legales, en la connivencia silenciosa de quienes podrían, de verdad, hacer algo y no lo hacen.
Y sin embargo, no se trata de exonerar al ciudadano. No es indiferente cómo compramos, cómo consumimos, qué decisiones cotidianas tomamos. Cada gesto tiene un peso —pequeño, sí, pero no insignificante— y cada renuncia es una forma de resistencia. La acción individual cuenta, aunque no cambie el mundo por sí sola. Lo que resulta peligroso es convertir esa responsabilidad parcial en la única trinchera posible. Lo que es injusto es que el deber ético se privatice, mientras la política se exime. No es que los ciudadanos no tengamos responsabilidad; es que no la tenemos toda. Y lo que se nos pide hoy, en realidad, es que asumamos más de la que nos corresponde, como si la ética fuera una cuestión de consumo y no de estructura.
Recuerdo aquí una frase de Albert Camus: "Nombrar las cosas mal es añadir al infortunio del mundo". Y me pregunto si no estamos nombrando mal esta época, si no estamos llamando responsabilidad a lo que en realidad es una forma encubierta de desamparo. Porque la responsabilidad real implica poder, implica posibilidad de transformación. Lo otro es culpabilización, y su peso recae siempre sobre los más frágiles, sobre quienes no tienen tiempo, dinero ni alternativas.
Mientras se nos insta a separar con celo la basura doméstica, toneladas de residuos industriales viajan sin control al otro lado del mundo. Mientras se nos exige que compremos productos de proximidad, se subsidia con dinero público a las grandes cadenas de distribución. Mientras nos hacen creer que cada elección de consumo es un voto ético, los verdaderos votos, los legales, los que pueden traducirse en políticas efectivas, se diluyen entre intereses empresariales, lobbies intocables y excusas presupuestarias.
Hay en esta trampa un eco claro de lo que Bauman llamó “modernidad líquida”: una vida en la que las estructuras se disuelven y todo recae en el individuo, que flota, solo, en un océano de decisiones morales cotidianas. Un ciudadano fatigado, convertido en pequeño juez de su propia vida, en su propio verdugo. Nos han dicho que podemos cambiar el mundo desde el carrito de la compra, desde nuestra dieta, desde el detergente que elegimos. Pero esa es una forma sutil —y devastadora— de sustituir la política por el mercado, la ciudadanía por el consumo.
Michael Sandel advertía que no todo puede ni debe someterse a lógica mercantil: hay bienes que se corrompen al ser convertidos en objeto de elección económica. ¿No sucede lo mismo con la justicia? ¿Con la dignidad laboral? ¿Con el derecho a una vida sin contaminación, sin precariedad, sin ansiedad moral constante? La ética sin ley, sin estructura, se convierte en un lujo de clases medias ilustradas, en una performance para tranquilizar conciencias, no en una fuerza capaz de transformar lo común.
Y sin embargo, seguimos creyendo que basta con ser buenos. Como si fuésemos personajes de una novela de Dostoyevski enfrentados a dilemas éticos en cada esquina, pero sin herramientas reales para cambiar nada. Como si el sufrimiento del mundo fuera, sobre todo, nuestra falta de virtud. Nos movemos entre la compasión y el agotamiento, entre la denuncia y el gesto inútil, mientras quienes diseñan las reglas del juego observan desde lejos, limpios de toda culpa, ajenos al barro donde nos debatimos.
No se trata de desentenderse ni de justificar la indiferencia. Se trata de recordar que la responsabilidad, para ser justa, ha de ser compartida. Que la conciencia individual es valiosa, pero no puede sustituir la acción colectiva ni la exigencia política. Que ningún pequeño gesto es suficiente si no va acompañado de decisiones estructurales que encarnen los valores que decimos defender. Que no se puede seguir pidiendo heroísmo ético a quienes sobreviven en la contradicción. Porque la dignidad no debería ser un privilegio de quien puede pagarla, sino una promesa garantizada para todos.
Y mientras tanto, cada uno de nosotros sigue en su casa, rodeado de opciones imposibles, sintiendo que haga lo que haga será siempre insuficiente. Hemos hecho del consumo una forma de expiación, y del bienestar una batalla individual. Pero quizá sea hora de recordar que no estamos solos, ni debemos estarlo. Que el mundo no cambiará por el camino del sacrificio individual, sino por el retorno del nosotros. Que la ética es una llama, sí, pero necesita estructura, necesita ley, necesita abrigo.
Porque si no, todo acaba siendo como en esa escena final de Los Miserables, cuando Jean Valjean se retira solo, agotado de haber intentado hacer el bien en un mundo que nunca estuvo dispuesto a cambiar. No basta con la virtud si el sistema está diseñado para desgastarla. No basta con ser justos si todo alrededor recompensa la injusticia.
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com
Leyéndote me has hecho matizar un "dicho", de mi propia cosecha, que suelo decir y es el siguiente: si cada uno recoge un papel del suelo, éste acabará por estar limpio. Y sigo pensando lo mismo, que las acciones individuales son esenciales, pero como bien apuntas de poco sirve si no se comparte la responsabilidad y, sobre todo, si no se asume dicha responsabilidad por los personajes sociopolíticos que rigen los sistemas. Así que sí, si cada uno deja de tirar al suelo papel, éste estará menos sucio; pero sin olvidar que hay que mirar al otro en ese acto -quizá el de al lado no puede sostener el papel- y reclamar que haya el recurso eficiente y eficaz para asegurar la limpieza.
(Yo me entiendo jajaja).
Por otro lado, también creo que la nobleza del hábito es mucho más importante que la rutina o la vileza de la repetición y que hay que dejar de exhibir tanto nuestra bondad y obrar bien de verdad.
Gracias por esta reflexión.
P. D.: me encanta las fotografías con las que sueles acompañar a tus reflexiones.