Una reflexión sobre la pertenencia
Pertenecer es más que habitar un lugar; es huella en la memoria, gestos, recuerdos que nos mantienen presentes aun en la ausencia.
Pertenecer
Hay lugares que nos reclaman sin que los nombremos. No importa cuántas veces hayamos partido, cuánto tiempo haya pasado desde la última vez que apoyamos la mejilla contra su memoria. Nos pertenecen como el pulso al cuerpo, como la luz a las hojas que se abren en primavera.
Pertenecemos a la brisa que un día rozó nuestra piel y que no supimos agradecer. A las miradas que se cruzaron con la nuestra un instante y siguieron su camino. A las palabras que dejamos en otras bocas y que quizás aún resuenan en noches que no son las nuestras.
A veces, pertenecer es saber que un rincón del mundo sigue respirando con nuestra ausencia. Un patio donde la higuera sigue soltando su dulzura pegajosa, una habitación donde el eco de nuestra risa infantil persiste en las paredes, una calle que aún huele a pan recién hecho. Pertenecemos a los lugares donde hemos amado y en los que hemos llorado. No hace falta regresar, porque algo de nosotros nunca dejó de habitar esos espacios.
También pertenecemos a los olores. Al de la lluvia primera que humedece la tierra reseca del patio del colegio, al del café que alguien preparaba en la casa de la infancia, al perfume de una piel que amamos y que ya no recordamos si seguimos amando o si sólo nos es familiar, tan familiar como el sonido del mar, aunque llevemos años lejos de su orilla.
Pertenecer es un ancla invisible. No se mide en coordenadas ni en tiempo. Se graba en la piel, en la memoria involuntaria de los sentidos, en la forma en que una luz dorada al atardecer nos hace sentir en casa, aunque estemos a kilómetros de todo lo conocido. Quizá por eso, algunas ciudades nos acogen como si fuéramos suyos, aunque nunca antes hayamos paseado por sus calles. Y otras, por el contrario, nos niegan, nos expulsan suavemente con su indiferencia, demostrándonos que no todas las tierras nos llaman por nuestro nombre.
Pero no solo pertenecemos a los lugares. También a los gestos. A esa manera particular de girar la cabeza cuando alguien nos llama, al modo en que nuestras manos buscan abrigo en los bolsillos en los días fríos. Pertenecemos a la forma en que pronunciamos ciertas palabras, a la cadencia de nuestra risa, a las canciones que, sin saber por qué, sentimos que nos narran mejor que cualquier recuerdo.
Pertenecer es saber que algo nos contiene sin que haga falta tocarlo. Como si la raíz de un árbol distante siguiera sosteniéndonos el paso, aunque no podamos verla. Como si al cerrar los ojos aún pudiéramos sentir en la piel el sol tibio de una tarde que ya no existe, pero que nos sigue iluminando por dentro.
Pertenecer es, a veces, una forma de quedarse en lo que sigue sin nosotros, de estar incluso en nuestra ausencia incluso cuando todo nos grita que ya nos hemos ido. En las fotografías que alguien acaricia con sus dedos. En la silla vacía en la que alguien todavía espera vernos ocupar. En los silencios donde alguna vez habitó nuestra voz. En los objetos que nadie se atreve a mover porque todavía nos contienen, Pertenecer es seguir siendo un nombre que el otro no olvida pronunciar, aunque lo haga en voz baja, aunque lo grite en secreto.
Pertenecer es una emoción que persiste más allá de la geografía, más allá del tiempo. Pertenecemos a lo que nos define. Pertenecer es, en esencia, una forma de quedarse.
ALGUNAS NOTAS TÉCNICAS
Pertenecer a un lugar: la nostalgia como ancla
Desde la antigüedad, el ser humano ha sentido la necesidad de pertenecer a un territorio. La filosofía griega ya lo entendía así: Aristóteles hablaba del hombre como un zoon politikón, un ser que solo podía desarrollarse dentro de una comunidad. La polis no era solo un espacio geográfico, sino un entorno en el que la existencia adquiría significado. Pero, ¿qué ocurre cuando el lugar al que pertenecemos se convierte en un recuerdo?
Muchos escritores han abordado el poder de los espacios en la construcción de la identidad. Marcel Proust, en En busca del tiempo perdido, describe cómo el sabor de una magdalena mojada en té es suficiente para devolverle a la infancia, al pueblo de Combray, a una parte de sí mismo que creía perdida. La memoria involuntaria es, en muchos casos, el mecanismo que nos recuerda que seguimos ligados a los lugares donde hemos sido.
El filósofo Gaston Bachelard, en La poética del espacio, profundiza en esta idea al explorar cómo los espacios habitados se convierten en extensiones de nuestra intimidad. La casa de la infancia, la calle por la que corrimos sin preocupaciones, el árbol bajo el cual leímos nuestro primer libro. No se trata solo de lugares físicos, sino de contenedores de recuerdos que siguen vivos en nuestra percepción del mundo.
Pertenecer y migrar: la fractura de la identidad
Para quienes han sido arrancados de su tierra o han tenido que partir en busca de una vida mejor, el concepto de pertenencia se torna más complejo. La migración es un tránsito entre el arraigo y la intemperie, una búsqueda de identidad entre dos mundos que a menudo no se tocan. Edward Said, en Reflexiones sobre el exilio, habla del desarraigo como una herida que nunca termina de cerrarse, una especie de orfandad que nos hace sentir ajenos tanto en el lugar que dejamos atrás como en el que intentamos habitar.
Muchos migrantes experimentan lo que la escritora y filósofa Gloria Anzaldúa llamó "nepantla", un término náhuatl que hace referencia a estar en medio de dos mundos, en un espacio fronterizo donde la identidad está en constante negociación. No pertenecer del todo a ninguna parte se convierte en una forma de existir en el umbral, en un estado de tránsito perpetuo entre la nostalgia y la adaptación.
El poeta chileno Raúl Zurita, en su obra Anteparaíso, expresa el dolor de la migración y el exilio con imágenes de desierto y vacío, como si la identidad del migrante fuera siempre una casa desmoronada que intenta reconstruirse con recuerdos. En este sentido, pertenecer se convierte en una lucha entre lo que fuimos y lo que estamos obligados a ser.
Pertenecer a un olor: la identidad sensorial
Los olores tienen el poder de hacernos viajar en el tiempo sin previo aviso. No necesitamos ver un rostro ni escuchar una voz para sentir que regresamos a un momento preciso de nuestra historia. El olor del café recién hecho, el perfume de alguien que amamos, la humedad de la tierra después de la lluvia. Pertenecer a un olor es una forma de arraigo, de reconocimiento en lo imperceptible.
En El perfume, de Patrick Süskind, el protagonista, Jean-Baptiste Grenouille, carece de olor propio, pero posee un sentido del olfato prodigioso. Para él, el mundo está definido por fragancias, y su obsesión por capturar la esencia de las personas refleja una necesidad profunda de pertenecer a algo, de ser algo. La identidad, en su caso, no está en su rostro ni en su voz, sino en la huella olfativa que deja cada ser humano.
El filósofo Maurice Merleau-Ponty, en su estudio sobre la percepción, hablaba de cómo los sentidos estructuran nuestra forma de ser-en-el-mundo. El olfato, aunque a menudo relegado, es uno de los más poderosos lazos con la memoria y la identidad. Es un testimonio de lo que hemos sido y de lo que, de alguna manera, seguimos siendo.
Pertenecer a una historia: el tiempo como refugio
No solo pertenecemos a lugares o sensaciones, sino también a relatos. Nos anclamos a las historias que nos contaron de niños, a los mitos familiares, a las palabras que nos han dado forma. La literatura, en este sentido, es un refugio para la pertenencia.
Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, reflexiona sobre la identidad y la memoria a través de la historia de sus personajes, que se debaten entre el deseo de arraigo y la insoportable levedad del existir sin ataduras. En un mundo donde todo cambia, donde el pasado se difumina con la prisa del presente, la pertenencia se vuelve una lucha entre el deseo de permanecer y la necesidad de seguir adelante.
Lo mismo ocurre con Walter Benjamin, quien en Tesis sobre la historia habla de la memoria como una construcción siempre en riesgo de perderse. Pertenecer a una historia significa conservarla, darle un significado, impedir que se desvanezca en el olvido.
Cuando no se pertenece a ningún lugar: la otredad como destino
No todas las personas sentimos que pertenecemos. Algunos hemos vivido siempre en los márgenes, como extranjeros en nuestra propia tierra, en nuestra propia lengua, en nuestros propios pensamientos. La literatura nos ha dado voz, seres errantes que hemos sido catalogados como "otros".
Franz Kafka, en El castillo, narra la historia de un hombre que intenta pertenecer a un sistema al que nunca podrá acceder. Su protagonista, K., se ve atrapado en una burocracia infinita que le niega la entrada, y en su lucha por pertenecer termina hundiéndose en la incertidumbre. La sensación de ser ajeno al mundo, de buscar un espacio propio sin encontrarlo, es una angustia que atraviesa muchas de sus obras.
Simone de Beauvoir, en El segundo sexo, habla de cómo las mujeres han sido históricamente colocadas en un estado de alteridad, como si su pertenencia al mundo fuera siempre condicional, siempre secundaria. De manera similar, Jean-Paul Sartre, en El ser y la nada, menciona que la identidad es algo que construimos en relación con los demás, y que a veces el entorno nos condena a una sensación de extrañamiento perpetuo.
Y AHORA TÚ
La idea de pertenecer nos acompaña sin que, habitualmente, nos detengamos a cuestionarla. Parece sencilla, inmediata, como si su significado no ofreciera resistencia. Sin embargo, detrás de ella se despliega un laberinto de tiempo, memoria y afectos. ¿Qué significa, para ti pertenecer? ¿Dónde sigues existiendo, aunque ya no estés? ¿En qué rincón del mundo alguien te nombra sin que lo sepas? ¿Es acaso un vínculo con un lugar, con una persona, con un olor?
Me gustaría que compartieras conmigo qué es para ti pertenecer
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