Apuntes para un elogio del encuentro
Una reflexión sobre el deseo, la lógica del rendimiento y la necesidad de reaprender el arte de encontrarnos sin filtros ni formularios.
En la reflexión anterior, El alma como inversión: anatomía de una lógica, intenté plasmar cómo la lógica del mercado se ha infiltrado hasta en nuestras emociones: ya no sentimos, sino que gestionamos afectos como quien administra un pequeño capital simbólico, esperando siempre alguna forma de retorno. Como si el alma, al igual que los recursos, debiera rendir.
Como continuidad de esa reflexión, comencé a observar con más atención el modo en que esa misma lógica opera en los vínculos que se tejen —o se intentan tejer— en las redes sociales. Y así, a través de las experiencias que me han compartido amigos y compañeros, y las mías propias, he ido recogiendo fragmentos de conversaciones, silencios, descartes instantáneos, protocolos afectivos que ya nadie cuestiona, y que hablan de una transformación profunda: el otro ha dejado de ser un misterio para convertirse en un perfil; en una promesa de cumplimiento.
De todo ello nació este texto.Un texto que, como no podía ser de otra forma, no establece conclusiones; sólo preguntas: ¿qué ocurre con el encuentro cuando se lo somete a los ritmos del algoritmo? ¿Qué se pierde cuando el deseo se convierte en una operación eficiente de selección?
Vivimos en la era de la inmediatez y la eficiencia. Todo ha de ser rápido, claro, cuantificable. También el deseo. También el vínculo. También el otro.
Las redes sociales y las aplicaciones de contactos, con su mecánica de selección y descarte, han hecho explícito lo que ya latía en la cultura: que nos relacionamos cada vez más desde una lógica de mercado. Somos vitrinas que se deslizan con el dedo. Productos presentados por una imagen, un puñado de datos y un breve resumen de intenciones. La carne se vuelve interfaz, la emoción se vuelve algoritmo, y el encuentro —aquello que siempre implicó una entrega al azar, a la demora, al malentendido fecundo— se transforma en una operación de búsqueda optimizada.
Nos acostumbramos a preguntar como quien inspecciona: ¿dónde vives?, ¿a qué te dedicas?, ¿qué edad tienes?, ¿estás soltero?, ¿puedes mandarme más fotos? Cada respuesta no acerca: filtra, clasifica, ordena. El deseo se vuelve un trámite. Y lo que debería ser una conversación se convierte en una encuesta. Un interrogatorio amable que solo busca confirmar si encajamos en el molde imaginado.
Pero hay un error profundo —y peligrosamente extendido— en creer que descubrir al otro es lo mismo que obtener información sobre él. Como si una persona pudiera conocerse por acumulación de datos, como si bastara con una lista de atributos para intuir su hondura. Esa lógica del formulario transforma el conocimiento en control, y la sorpresa en amenaza. Nos acerca, sí, pero solo a una imagen prefabricada del otro, a una proyección que encaja con lo que esperábamos encontrar.
Barthes, en sus Fragmentos de un discurso amoroso, advertía ya que lo que deseamos en el otro no es su perfil, sino su enigma. Y Clarice Lispector, con su aguda ternura, escribió: “Porque yo te quiero, no sé quién eres”. Esa es la diferencia radical entre aproximarse con curiosidad o con voluntad de dominio: la primera acepta el no saber como parte del camino, la segunda lo cancela.
Y este error no se limita al terreno del deseo ni al mundo de los contactos. Se ha infiltrado silenciosamente en casi todas nuestras formas de relación. En la amistad, en el trabajo, incluso en los vínculos familiares, la apertura ha sido sustituida por la categorización. Preguntamos por lo que alguien hace, por lo que opina o consume, pero rara vez por lo que duda, por lo que aún no sabe decir, por lo que teme sin nombre.
Estamos tan habituados a buscar garantías que hemos olvidado que el conocimiento más hondo no se obtiene: se permite. Y que, cuando ocurre, no se parece a una suma de datos, sino a un movimiento interno, como si algo se desordenara en nosotros y, al mismo tiempo, nos hiciera más verdaderos.
Quizá por eso nos cuesta tanto sostener relaciones duraderas: porque confundimos conocer con dominar, y cuando el otro deja de sorprendernos, creemos que se ha agotado, cuando tal vez lo único que se ha agotado es nuestra capacidad de mirar sin juicio. Nos acercamos al otro con preguntas cuya única finalidad es confirmar nuestras ideas previas. Y así, lo que debería ser una experiencia de alteridad se convierte en una validación narcisista.
Bauman habló de “relaciones líquidas” para describir esa incapacidad contemporánea de sostener lo ambiguo. Pero más que líquidas, nuestras relaciones se han vuelto precarias en su raíz: porque ya no toleramos lo inacabado. Porque queremos respuestas, cuando lo que el otro ofrece —si se le escucha bien— es una pregunta.
El otro no está ahí para encajar en nuestros moldes, ni para satisfacer nuestros filtros mentales. El otro, si es verdaderamente otro, nos desborda. Nos obliga a afinar la escucha, a tolerar el desconcierto, a habitar el no saber. Y solo entonces puede nacer algo parecido a un vínculo: cuando dejamos de inspeccionar y empezamos a dejarnos afectar.
Rilke escribió en una carta a un joven poeta: “Amar es también esto: que el otro te vea como algo incompleto, y sin embargo no te pida completarte”. Tal vez sea eso lo que más necesitamos hoy: vínculos que no exijan rendimiento ni cumplimiento, sino una presencia capaz de sostener la fragilidad compartida.
Sería ingenuo no reconocer que todo esto puede sonar romántico. Tal vez lo sea. Tal vez siga habitando en nosotros, a pesar de todo, el deseo de un encuentro que no esté mediado por la sospecha ni por la lógica del rendimiento. Quizá sea una visión anacrónica —o simplemente humana— la de esperar que entre dos personas pueda surgir algo que no se explique, que no se mida, que no responda a criterios de compatibilidad calculada.
Pero también es cierto que hay una grieta cada vez más visible entre las historias que narramos y las relaciones que practicamos. En el cine, en la literatura, en las canciones que aún nos estremecen, seguimos hablando del amor como un lugar de transformación, de vértigo, de revelación. Celebramos los relatos donde el otro nos cambia, nos quiebra dulcemente las defensas, nos hace volver a mirar. Y, sin embargo, en la vida cotidiana, evitamos con esmero todo lo que no se pueda prever, todo lo que nos exponga, todo lo que nos saque de la comodidad de lo conocido.
Vivimos una paradoja: anhelamos lo inesperado, pero diseñamos vínculos seguros. Queremos ser conmovidos, pero solo dentro de los márgenes que controlamos. Hemos hecho del encuentro una coreografía, una rutina de pasos eficaces donde todo lo que no encaja se percibe como error.
Tal vez haya que recordar que nadie se enamora de una lista de cualidades. Que no nos conmueve una altura o una licenciatura, sino un gesto inesperado, una forma de mirar, un silencio compartido que no sabemos traducir. Que lo que permanece no es lo que encaja, sino lo que desarma.
Y tú, ¿sigues creyendo que conocer es acumular… o te atreves todavía a descubrir?
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com
Absolutamente demoledor leer tanta verdad en tu texto, de principio a fin. No hay entrega en las relaciones y se empiezan queriendo ver si ‘quedan bien’ en la foto, si encajan en lo que uno quiere mostrar de uno mismo. Hay un filtro permanente y en cuanto no encaja en el patrón esperado se marcha uno a buscar otra cosa - porque nos repiten hasta la saciedad que todo es posible y que si quieres puedes. Y no hay nada más erróneo, querer algo no te da derecho a obtenerlo y mucho menos te lo garantiza. Poco queda del amor romántico en esta sociedad en la que vivimos. Pero yo no desespero y sigo creyendo y practicando el amor cada día, desde lo más pequeño a lo más grande. El amor de verdad, ese que se llama incondicional. Gracias por tus escritos.
Preciosa reflexión, muy acertada y con cada palabra en su lugar. Yo insistiría en que las relaciones actuales, más que "líquidas", me parecen "tibias". Nos protegemos demasiado, no queremos implicarnos, queremos darnos un baño rápido en el mar pero sin riesgo de hipotermia, evitando que nos guste demasiado. Quizás el mundo moderno esté regido por los psicólogos, que tienen las cosas muy claras. El amor romántico es dañino. Evita sufrir. Las dependencias son malas.
Pero ¿quién dicta estas leyes? ¿Por qué la pasión que te quema por dentro, tantos siglos cantada por poetas, ya "no se lleva"? Cada vez nos hacemos más prudentes, más tibios y... menos vivos.