Cuando el ego sepultó la curiosidad
—y con ella, la atención, la escucha, el temblor de ser enseñados—
No sabría decir cuándo ocurrió. Tal vez no fue un instante, sino una deriva. Un desplazamiento suave, inadvertido, como el paso de la brisa al encierro. Pero un día, sin apenas darnos cuenta, dejamos de mirar hacia fuera con el asombro del que sabe que no sabe. Dejamos de prestar atención. Dejamos de dejarnos enseñar. El ego comenzó a inflarse como una membrana entre el mundo y nosotros. Primero tímido, como quien se protege. Luego orgulloso, impermeable, exigiendo aplauso, demandando lugar. Se hizo el centro. Y como un dios menor, dictó lo que debía importarnos, lo que debíamos aparentar, lo que no podíamos permitirnos perder. Fue cubriendo de certidumbre aquello que antes se iluminaba con preguntas.
Así fue silenciando las disposiciones más fértiles de nuestra conciencia: la curiosidad, la escucha, la posibilidad de cambiar de opinión, el deseo profundo de comprender lo distinto sin sentirnos amenazados. Hoy vivimos en la era del yo hipertrofiado. El yo como escaparate, como argumento, como consigna. Lo íntimo se convierte en lema. Lo vulnerable en contenido. Lo doloroso en moneda emocional. Y lo que no se muestra, no existe. Pero bajo esa expansión artificial, el ego actúa como una jaula brillante. Nos obliga a tener respuestas incluso cuando necesitamos silencio. A defender identidades fijas incluso cuando desearíamos mudarnos de piel. A brillar, aunque estemos rotos. A tener razón, aunque en el fondo sepamos que no la tenemos.
Nos relacionamos no desde la escucha, sino desde la autoafirmación. No para comprender, sino para confirmar. La conversación se ha convertido en campo de batalla, la diferencia en amenaza. No buscamos el encuentro, sino la victoria. Y mientras tanto, algo en nosotros se marchita. Porque el ego no solo nos separa del otro, sino también de lo real. Nos impide sorprendernos, maravillarnos, dejarnos transformar. Nos vuelve incapaces de mirar sin juzgar, de crear sin esperar aplauso, de vivir sin proyectar siempre una versión de nosotros mismos. El ego ha convertido el mundo en espejo y ha borrado la posibilidad de la ventana.
Hannah Arendt decía que el pensamiento comienza cuando la experiencia nos detiene. Que solo cuando algo no encaja nos vemos obligados a pensar. Pero para que eso ocurra, hace falta estar disponibles. Escuchar. Detenerse. Hoy, en cambio, todo nos empuja a la velocidad, a la reacción, a la autoafirmación inmediata. Y en ese vértigo, la curiosidad muere de inanición. No porque no la necesitemos, sino porque no tenemos tiempo —ni disposición— para ejercerla.
Simone Weil escribió que la atención es la forma más rara y pura de generosidad. Pero hoy, la atención se vende. Se mide. Se captura. Y rara vez se ofrece sin interés. Atender al otro requiere vaciarse un poco, silenciar el yo, despojarse. Salir del círculo de lo propio para habitar un umbral. Pero el yo contemporáneo no desea umbrales, sino refugios. No quiere ser desafiado, sino validado. Prefiere el espejo que devuelve su reflejo, antes que la ventana que lo expone al mundo. Y eso, en una cultura que nos enseña a ocuparlo todo, suena a pérdida. El ego desconfía del otro porque el otro —con su herida, su misterio, su verdad— puede desestabilizarnos. Pero sin esa desestabilización no hay verdadero encuentro. Solo intercambio de máscaras.
Levinas nos recordaba que el rostro del otro nos compromete incluso antes de que lo comprendamos. Que su sola presencia ya nos vincula. Pero vivimos en tiempos donde los rostros se diluyen entre filtros, algoritmos, pantallas, nombres de usuario. El otro ha dejado de ser presencia encarnada; se ha convertido en cifra, en función, en decorado. Y con ello, también perdemos la posibilidad de vernos verdaderamente a nosotros mismos. La alteridad se degrada en contenido, en caricatura, en amenaza.
Lo curioso —lo trágico, incluso— es que, en esta época hiperconectada, lo que se ha debilitado no es el acceso al otro, sino el deseo de comprenderlo. Nos cruzamos en redes, en calles, en supermercados, en aulas, en espacios comunes, pero lo hacemos como quien atraviesa una galería de retratos donde solo importa el propio reflejo. El otro deviene función, obstáculo o excusa. Raramente, interlocutor.
Byung-Chul Han ha descrito este tiempo como el de la “sociedad del rendimiento”, donde ya no hay lugar para la otredad, solo para el sí-mismo elevado a marca. Y sin otredad, sin ese afuera que nos descentra, el pensamiento se convierte en eco. La ética, en gesto. Y la curiosidad, en una palabra, sin carne.
Y sin embargo —como en todo exilio— aún quedan grietas. Restos de lo que fuimos. Destellos de lo que podríamos volver a ser. A veces, al cruzarnos con una historia, una mirada honesta, una imagen que no entendemos, algo se mueve. Y en ese temblor, recordamos que el conocimiento no es acumulación de datos, sino una disposición del alma: la de no cerrarse del todo, la de saber que siempre hay algo que el otro puede enseñarnos.
Rilke escribió: “Ama las preguntas como habitaciones cerradas, como libros escritos en una lengua extraña.” Tal vez esa sea la forma más honda de resistencia en tiempos de ruido: volver a amar las preguntas. Volver a sentir la belleza de no saber, la dignidad de no tener razón, el estremecimiento que produce escuchar sin interrumpir. No tener que defenderse todo el tiempo. Mirar al otro no para compararse, sino para reconocerse en lo distinto. Volver a habitar ese lugar desde el que aún podemos aprender, aún podemos conmovernos, aún podemos cambiar.
Porque en el fondo —como ya intuía Borges—, el yo es una ficción trabajosa. Una criatura que hemos construido para protegernos, pero que a veces nos asfixia. Lo que nos salva no es tener una identidad perfecta, sino poder desmontarla. Mirarnos sin miedo. Escuchar sin interrupción. Y permitir que el mundo, en su alteridad, nos diga algo que no sabíamos.
Y tú, ¿recuerdas la última vez que no buscaste el aplauso, ni el asentimiento, ni la mirada que confirma? ¿La última vez que cediste el espacio, no como renuncia, sino como forma de escucha? ¿En qué momento dejaste de hablar para abrir lugar a la voz del otro? ¿Todavía puedes estar presente sin tener que demostrarte? ¿Todavía puedes desarmar el yo, aunque solo sea un instante, para dejar que algo distinto entre?
Vivir es investigar (sin fin) y el ego es un obstáculo.
Me ha encantado lo plagado de referencias que está este artículo, lo rico que lo hace. Y el mensaje, desde luego.
Mi pareja y yo tenemos una vida atípica y privilegiada en el sentido de que estamos siempre rodeados de gente, y gente que nos reta, aunque sea de nuestra misma idiosincrasia. Viajamos trabajando como voluntarios en ecoaldeas, comunidades intencionales y regenerativas, y estamos constantemente encontrándonos con gente nueva de todo tipo. Aunque nos consideramos bastante abiertos, las expectativas y prejuicios siempre hacen acto de aparición. Una y otra vez caen cuando tenemos la oportunidad de pasar tiempo y de realmente desplegar la curiosidad y la posibilidad de no saber qué hay detrás del otro.
Dice Charles Eisenstein que si realmente comprendemos al otro en su totalidad no podemos sino asentir a quien es y lo que hace. Que el juicio se anula cuando hay comprensión. Pero claro, para haber comprensión primero tiene que haber acercamiento, la humildad de decir que en realidad no sabemos nada del otro, y eso cuesta. Las proyecciones se acumulan detrás de nuestros ojos.
Gracias por esta carta tan sentida y tan cabal. Un abrazo! M. 💜