El alma como inversión: anatomía de una lógica.
Cuando la lógica del beneficio secuestra incluso lo íntimo. En una cultura que transforma cada vínculo en transacción, incluso el alma parece tener precio.
El sábado, compartiendo una comida con un amigo, surgió una conversación que sembró la semilla para esta reflexión. Él me contaba que llevaba varios días intercambiando mensajes con una chica a través de una plataforma de contactos, y que esa misma tarde iban a encontrarse personalmente por primera vez. Me sorprendió cuando mencionó que su mayor preocupación era la posibilidad de que no se gustaran, porque en ese caso lamentaría profundamente el tiempo invertido en esas conversaciones previas, ya que sería, en su opinión, tiempo perdido. Lo curioso es que él ni siquiera estaba seguro de qué buscaba exactamente: si una relación seria, un encuentro casual o simplemente compañía temporal. Sin embargo, su perspectiva estaba ya condicionada por el resultado final, convirtiendo cualquier interacción previa en una inversión calculada según su potencial beneficio.
Lo más llamativo fue que nunca habló de la desilusión que podría sentir si ella no era como él esperaba, ni la pena que podría implicar no ser él lo que ella buscaba. No hubo lugar para la tristeza, la incomodidad, la emoción incierta del encuentro: solo para la noción de pérdida de tiempo. Esa omisión revela hasta qué punto hemos desplazado la experiencia humana por una lógica de rendimiento. No se trata ya de una defensa frente al dolor —como podría ser la evitación del rechazo o de la incomodidad del desencuentro—, sino de una indiferencia estructural hacia la dimensión afectiva. Hemos sustituido la posibilidad del duelo, de la frustración o de la melancolía, por una contabilidad emocional que solo reconoce pérdidas cuando no hay ganancia. Y al hacerlo, vamos empobreciendo nuestra capacidad de emocionarnos, de tolerar lo imprevisto, de abrirnos a la posibilidad —tan humana— de que las cosas no salgan como esperábamos, y sin embargo merezcan haber sucedido. El afecto, la incertidumbre, incluso el fracaso emocional, ya no se conciben como parte del trayecto vital, sino como errores de cálculo en una contabilidad emocional estricta.
Extrapolando esta escena a una escala más amplia, advertimos que no se trata de un caso aislado, sino de un síntoma de algo más profundo: una manera de estar en el mundo que se ha vuelto común y, por ello, apenas cuestionada. Este comportamiento revela un desplazamiento cultural profundo. Nos encontramos inmersos en una sociedad que celebra el pragmatismo y la rentabilidad como valores cardinales. Desde la infancia se nos instruye para optimizar el tiempo, capitalizar cada gesto, cada conversación, cada vínculo. Así, se forma una conciencia cultural en la que la vida se convierte en un tablero de ajedrez estratégico, donde todo movimiento debe justificarse por su retorno tangible. Guy Debord, en su "Sociedad del espectáculo", advertía sobre la conversión de la vida en mercancía, del tiempo en valor de cambio, de las relaciones en representaciones eficaces.
Psicológicamente, esta mentalidad utilitarista ha penetrado en la vida emocional con una virulencia apenas advertida. Al medir nuestras relaciones según su eficacia, instrumentalizamos al otro y nos deshumanizamos a nosotros mismos. El resultado es una generación crecientemente ansiosa, paralizada ante la ambigüedad, intolerante al error y adicta al rendimiento. Se vive con el miedo constante a haber perdido el tiempo, cuando quizás lo más valioso —el aprendizaje, el descubrimiento, la simple presencia del otro— no puede contabilizarse. Erich Fromm alertaba ya en el siglo XX del paso del "ser" al "tener" como forma dominante de experiencia, y cómo ello condicionaba nuestra capacidad de amar sin condiciones, sin esperar retorno.
Desde una perspectiva social, este cálculo constante erosiona la autenticidad de nuestras interacciones. Ya no se trata de descubrir al otro, sino de determinar rápidamente su utilidad. Los vínculos se debilitan, se vuelven intercambiables, y lo relacional se reduce a un contrato tácito de conveniencia mutua. La amistad, la conversación, incluso el amor, empiezan a parecer lujos improductivos. Bauman lo llamó amor líquido: relaciones sin compromiso, diseñadas para ser desechables, con vínculos fugaces y reciclables.
Antropológicamente, esta tendencia contradice la esencia misma del ser humano como un ser social que busca conexión, aceptación y pertenencia, independientemente del beneficio inmediato que pueda obtener de cada interacción. Marcel Mauss, en su ensayo sobre el don, subrayó cómo las sociedades tradicionales se fundamentaban en intercambios simbólicos, donde el valor del vínculo residía en su gratuidad y no en su rentabilidad. El paradigma actual, sin embargo, sustituye el don por la transacción, el vínculo por la oportunidad.
Esta lógica, que parecía exclusiva de los intercambios económicos, ha comenzado a colonizar también nuestras estructuras de pensamiento. La misma racionalidad que guía nuestras decisiones financieras —invertir solo cuando hay retorno asegurado— se ha infiltrado en el terreno de lo moral, lo político y lo afectivo. Y así, como si fuéramos gestores de nuestro propio capital simbólico, evaluamos nuestras opiniones, nuestras alianzas, incluso nuestras emociones, según los beneficios que puedan reportarnos.
Vivimos en la era del pragmatismo absoluto, aquella en la que la balanza ética y la objetividad han cedido su asiento principal al cálculo del beneficio inmediato. En nuestro tiempo, cada opinión, cada respaldo a una idea o iniciativa, ya no se sostiene en pilares firmes de análisis objetivo, sino en la fría pero seductora aritmética del coste-beneficio. Esta transformación sutil y profunda no solo modela decisiones económicas, sino que permea hasta el núcleo mismo de nuestras relaciones humanas y sociales.
Este fenómeno ha ido devorando paulatinamente espacios que antaño se reservaban para la reflexión ética, la solidaridad o la empatía. La pregunta que antes sonaba como una brújula moral, "¿es esto justo o verdadero?", ha sido reemplazada por una más pragmática y fría: "¿qué obtengo yo al tomar esta posición?". Hannah Arendt, en su análisis sobre la banalidad del mal, mostraba cómo la suspensión del juicio moral ocurre cuando el pensamiento es sustituido por la obediencia a la lógica sistémica: en nuestro caso, la lógica del beneficio.
En este escenario, la objetividad pierde inevitablemente su valor intrínseco y se convierte en un comodín retórico, útil solo cuando encaja en nuestro análisis de ganancias y pérdidas. No importa tanto la coherencia interna de nuestras convicciones, sino su utilidad práctica y medible en términos de resultados palpables. Así, terminamos apoyando iniciativas o figuras públicas que quizá en otro contexto hubiéramos criticado con vehemencia, simplemente porque en nuestro cálculo personal resultan ventajosas.
Este giro hacia una lógica estrictamente económica de nuestras posiciones y opiniones nos enfrenta a una paradoja perturbadora: mientras calculamos frenéticamente nuestros beneficios inmediatos, sacrificamos lentamente aquello que constituye la base misma de nuestras relaciones humanas auténticas: la confianza en el otro, la integridad y la búsqueda genuina de la verdad.
Quizás sea momento de preguntarnos, como lo haría Albert Camus, si somos capaces de vivir sin apelar constantemente al sentido utilitario de nuestras acciones, y en cambio asumir la libertad —y la responsabilidad— de actuar aun cuando no sepamos si habrá recompensa. Tal vez la pregunta esencial no sea qué ganamos o qué perdemos, sino en qué clase de mundo queremos vivir.
Y tú, ¿eres de los que posicionas el valor de lo incierto, lo gratuito y lo improductivo como forma de resistencia frente a esta economía de los afectos? ¿O transforma cada instante humano en una transacción más?
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com
Yo, como casi siempre, estoy en el equipo de Camus.
Gracias a un trabajo que tuve, en el que estuve muchos años viajando y compartiendo cenas con gente con la que coincidía durante un tiempo indeterminado, aprendí a disfrutar de la compañía, la conversación y de las distintas formas de ver el mundo. Lo importante es lo que la relación te aporta en cada momento, pero considero irrelevante pensar en lo que pueda deparar el futuro o si «merecerá la pena». Lo único que es una auténtica pérdida de tiempo es supeditar el presente (cierto) ante las expectativas de un futuro (incierto).
Gran reflexión, y gracias por compartirla.
La lógica capitalista colonizando nuestro mundo íntimo. La mercantilización del afecto como una serie de transacciones, algunas útiles y otras, como dices, una pérdida de tiempo. Perseguimos la eficiencia incluso en lo emocional.