La máscara y el ejecutor
Sobre la obediencia, la crueldad normalizada y la renuncia a la conciencia en el trabajo
Cada día, millones de personas se colocan una máscara para ir a trabajar. Pero no se trata exclusivamente de una máscara social, de cortesía o de eficiencia. No, se trata de una máscara moral. Con ella, se suspende la duda, la empatía, el remordimiento. Con ella, nos convertimos en ejecutores de decisiones que no nos pertenecen, pero que asumimos como inevitables. Porque “así lo exige la empresa”, “así lo mandan los de arriba”, “así es como funciona esto”.
Kafka intuyó esta lógica antes de que se hiciera costumbre. En El proceso Josef K. se entrega dócilmente a un engranaje que no comprende, repitiendo la consigna de que "todo debe tener un sentido", mientras pierde su voz, su juicio y su rostro. La máscara comienza ahí, en esa entrega sin pregunta.
En el mundo laboral contemporáneo, la responsabilidad se disuelve. La ética se externaliza. Lo que antes era una cuestión íntima —¿está bien hacer esto? ¿puedo mirarme al espejo después? —, ahora se subordina a una estructura impersonal y jerárquica. No despedimos a alguien: nos mandan hacerlo. No despreciamos el trabajo de un compañero: es lo que pide el proyecto. No pisamos a otro: competimos por un ascenso. No ignoramos una injusticia: actuamos según las normas de la empresa.
Y lo hacemos sin temblar. Sin apenas dejar entrar el pensamiento. Sin escuchar la grieta interna que nos advierte que algo se ha quebrado en nuestra humanidad. Porque esa grieta queda tapada por la máscara. Pero ejecutar sin pensar es lo más peligroso que puede hacer un ser humano.
Hannah Arendt lo escribió con claridad en su análisis sobre la banalidad del mal: los peores crímenes no los cometen monstruos, sino personas corrientes que han suspendido su juicio; personas que obedecen sin pensar, que cumplen órdenes sin preguntarse qué efectos tienen sobre el mundo y sobre sí mismas. Arendt llegó a estas conclusiones observando cómo la burocracia y la obediencia ciega pueden llevar a individuos normales a cometer atrocidades sin experimentar culpa ni responsabilidad, delegando su ética en un sistema impersonal que anula toda conciencia individual.
En el trabajo, esa banalidad se viste de objetivos, de métricas, de resultados. Y nos encontramos haciendo daño sin querer admitirlo. Porque la máscara nos susurra que no es “nuestra” decisión, que la responsabilidad ya ha sido transferida a ese ente impersonal e invisible que es la empresa.
Hace un año me inscribieron en un curso para mejorar mis habilidades de negociación, curso impartido por un experto reconocido internacionalmente. Durante uno de los ejercicios prácticos, se me pidió defender una postura que, desde mis principios éticos, era indefendible. Al comentárselo al profesor, su respuesta fue tajante: “En la empresa no hay cabida para las posiciones éticas individuales”. Esta anécdota, quizá pequeña en apariencia, revela con crudeza cómo en ciertos entornos laborales la ética personal se considera, en el mejor de los casos, irrelevante, y en el peor, un obstáculo a eliminar.
Pero ¿quién es la empresa si no nosotros? ¿Quién decide, si no quienes ejecutan?
En nombre de la eficiencia hemos aprendido a amputar la compasión. En nombre de la cultura corporativa, a silenciar el temblor interior. Lo más trágico no es que nos veamos obligados a actuar sin conciencia, sino que hemos aprendido a hacerlo con naturalidad.
Nos hemos educado —en oficinas, despachos y jerarquías— para concebir la obediencia como virtud. El buen empleado es el que no se queja, el que ejecuta sin cuestionar, el que sabe “mantener la profesionalidad”. Pero ¿qué es la profesionalidad sino la forma elegante que ha adoptado la sumisión? ¿Qué significa ser profesional cuando lo que se exige es la suspensión del juicio moral?
Melville imaginó una figura que, sin alzar la voz, desobedecía con toda su alma. Bartleby, en lugar de oponerse, simplemente interrumpe: “Preferiría no hacerlo”. Esa frase, tan simple como devastadora, desactiva la lógica productiva y muestra, en su negación sin furia, la posibilidad de un gesto ético radical.
Hemos confundido lo correcto con lo aceptable, lo esperado con lo ético. La estructura nos ampara, pero también nos infantiliza. Alguien decide por nosotros, alguien traza el mapa. Lo nuestro es solo recorrerlo. Tenemos que cumplir. No se nos exige humanidad, sino rendimiento.
Hay quienes interiorizan tanto la máscara que terminan por convertirse en ella. No distinguen ya el rostro del rol. El yo queda absorbido por el uniforme simbólico del deber. Y quienes, tímidamente, se atreven a levantarla —con una pregunta disonante, una objeción mínima, una opinión que interrumpe el flujo consensuado— son tratados como cuerpos extraños. Byung-Chul Han lo ha explicado con crudeza: lo distinto es hoy percibido como amenaza. Y como tal, se expulsa con corrección institucional. Como un sistema inmunológico que reacciona ante una anomalía.
La máscara, así, ya no es sólo una protección: es el requisito para pertenecer. Y cada vez que alguien la deja caer, aunque sea por un segundo, el sistema responde. No hay redención en la disidencia. Solo aislamiento. Solo exclusión.
También Saramago, en Todos los nombres, retrató esa lógica del archivo: el dato que sustituye a la persona. Su protagonista, un archivista anónimo, comete una mínima insubordinación: seguir la pista de una mujer sin historia. Ese gesto, que nace de la ternura, es visto como amenaza. Porque prestar atención a una vida concreta desestabiliza el orden impersonal del sistema.
Este fenómeno no se limita a una empresa concreta ni a un sector específico. Es una lógica que impregna el conjunto del modelo productivo. La empresa no es un lugar, es un lenguaje. Y quien no lo habla, queda fuera. Las palabras que más circulan no son las que piensan el mundo; son las que lo gestionan: KPI, rendimiento, sinergia, escalabilidad. Palabras que no nombran realidades, sino que las reducen a unidades de evaluación.
La lógica de la eficiencia no admite interrupciones. No deja hueco a la pregunta. Por eso la ética, en estos entornos, no se discute: se omite. Se espera de nosotros que seamos funcionales, no conscientes. Y cada gesto de conciencia se interpreta como ruido.
Foucault ya lo había advertido: el poder moderno ya no necesita imponer desde fuera, porque se ha internalizado. No obliga, seduce. No reprime, modela. En el trabajo, no nos sentimos observados por un carcelero; son nuestras propias métricas, nuestros indicadores, nuestros “objetivos”, los que nos vigilan. La disciplina ha sido sustituida por la autoexplotación, y esta última por la automotivación como forma de obediencia voluntaria.
Zygmunt Bauman escribió que la modernidad líquida se caracteriza por la fragilidad de los vínculos y la movilidad forzada. En el contexto laboral, esa liquidez adopta la forma de una identidad profesional disuelta, permanentemente adaptable. Ser empleable es saber transformarse, camuflarse, resignarse. Todo lo sólido —también el carácter, también la ética— se desvanece en el aire de las reuniones.
No es solo que nos pongamos una máscara para trabajar: es que, poco a poco, olvidamos cómo era nuestra cara. La interiorización es profunda. Llega a los gestos más cotidianos. A cómo decimos “todo bien” cuando no lo está. A cómo sonreímos al que tememos. A cómo nos callamos cuando querríamos gritar. La máscara ya no se lleva encima: se ha vuelto carne.
Tal vez lo que toque no sea agrietarla con esperanza, sino sostenerle la mirada con lucidez para no confundir la máscara con el rostro. Aceptar que hemos construido entornos donde la conciencia se reprime. Donde el pensamiento ético en lugar de valorarse se sanciona. Porque toda acción ejecutada, por más que la dicte un protocolo, lleva nuestra huella. Y nuestra máscara, por más que oculte, también nos delata.
¿Y tú?, ¿hasta dónde estás dispuesto a llevar esa máscara?, ¿hasta dónde aceptarás ser ejecutor antes que persona?
Si quieres saber más de mí: www.chusrecio.com
Tremendo, Chus. Me trae a la mente la costumbre que tenemos de equiparar lo "legal" con lo aceptable moralmente. ¿Acaso no fueron legales los esclavos durante siglos? ¿Ilegal el matrimonio gay? ¿Legal en muchos países aún matar a las mujeres por el "crimen" de la infidelidad?
¿Y qué pasa con lo que hacemos con la naturaleza y los animales? Es legal la explotación de casi todos los animales y de los ecosistemas en general, pero ¿acaso no nos dicen nuestros valores que estamos infligiendo dolor y sufrimiento y destruyendo la misma red de vida que nos sostiene?
Soltemos las máscaras. Reencontrémonos con nuestro propio rostro y los valores que se transmiten a través de nuestra mirada honesta a los problemas que nos muestra este mundo.
Un abrazo
Es un pensamiento que tenía hacia mucho tiempo. No tan elaborado, pero si similar. El trabajo moderno nos despersonaliza por 8 horas, nos vuelve, como bien dice, funcionales. Luego de esas 8 horas, unas 4 o 5 nos mantiene conformes y con la ilusión de ser individuos viviendo su vida. Pero la verdad es que nos hemos vuelto autómatas esperando el fin de mes para dividir nuestro esfuerzo en compañías que nos venden el deseo.
Muchas gracias por poner en palabras el pensamiento que tengo de lunes a viernes.