La paradoja de la compasión
Una reflexión sobre la paradoja de nuestra empatía: por qué sentimos más ante el dolor visible y heroico que ante el sufrimiento cotidiano, callado e invisible.
Vivimos tiempos en los que un solo rostro puede desatar una oleada de solidaridad planetaria, donde la enfermedad de un niño en la otra punta del mundo convoca una generosidad sin fronteras, mientras miles de otros cuerpos, igual de vulnerables, se apagan en el anonimato sin que nadie mueva un dedo. No parece que sea la compasión lo que falta, sino la forma en la que la invocamos: con cuentagotas, con condiciones, con la necesidad de un relato que nos arranque del letargo. Nos conmovemos cuando la vida nos grita, pero no cuando nos susurra. Es la paradoja de la compasión: capaces de gastar millones de euros en salvar a una persona, mientras dejamos morir de hambre a miles de ellas.
Esta compasión selectiva no responde a la justicia ni a la urgencia, sino a la narrativa, a la visibilidad, a la cercanía simbólica. Lo estructural, lo sin rostro, se difumina. Es una forma de estética emocional: solo aquello que nos conmueve de forma intensa y rápida, aquello de lo que podemos sacar algún tipo de reconocimiento, merece nuestro acto. Pero la compasión no debería ser un fenómeno reactivo, como un relámpago que solo cae cuando el cielo tiembla. Debería ser una ética encarnada, una forma de estar en el mundo.
Es ahí, en esa compasión selectiva, donde se esconde el corazón de esta paradoja: no sólo sufrimos de agotamiento compasivo, sino también de una estetización de la compasión. Ayudamos cuando la historia es hermosa, cuando hay épica, cuando hay una promesa de redención o una recompensa emocional o social. Ayudamos cuando podemos mostrar al mundo que estamos ayudando. Pero somos ciegos ante el dolor sin forma, sin héroes, sin final feliz. Ciegos ante el dolor que habita a nuestro lado, día a día. El sufrimiento cotidiano, gris, banal —el hambre que no se quiere ver, la tristeza que no se nombra, la precariedad que aun sangrando no se grita— se nos escurre entre los dedos de la conciencia. No nos interpela porque o bien no sacamos beneficio alguno de ella, o simplemente porque no sabemos cómo mirarla.
La antropología ha indagado en este fenómeno: nuestro impulso empático se dispara ante lo identificable, ante lo concreto, ante el relato que lleva nombre, rostro, fecha. Es el llamado sesgo de identificabilidad. Podemos llorar por una niña atrapada entre escombros en una catástrofe televisada, pero no sentimos nada por los miles de niños que mueren de enfermedades evitables cada segundo. La abstracción nos anestesia. El número, la estadística, el informe: esos lenguajes despersonalizan el dolor. Nos cuesta empatizar con un conjunto amorfo. Necesitamos un alma individual que se nos clave como una espina para reaccionar.
Y así, cuando la tragedia toma forma de DANA o de seísmo, cuando el lodo sube por las calles de un pueblo y las cámaras registran el temblor de una madre, la humanidad despierta. Nos organizamos, nos movilizamos, nos desvivimos. Pero en lo cotidiano —en la tristeza silente de quien duerme solo, en el niño que no ha cenado caliente, en la anciana que repite las mismas frases porque nadie le responde— ahí nos mostramos sordos. Quizá sea porque el gesto diario no se viste de épica; porque no hay allí testigos, ni medallas, ni reconocimiento. Quizá, tal vez, sea más profundo aún: quizá la compasión no sobrevive a la rutina.
La sociología también ha explorado este fenómeno bajo el término de agotamiento compasivo: una forma de fatiga moral que nos vuelve selectivos en nuestra sensibilidad para poder seguir adelante sin rompernos del todo. Y desde otro ángulo, lo articula como una estructura de oportunidad moral: no basta con sentir que algo está mal, necesitamos que el contexto nos invite a actuar. Y ese contexto está cada vez más mediatizado, fragmentado, saturado de estímulos. En un mundo de sobreinformación, muchas veces elegimos no mirar para no colapsar. Pero esa ceguera es también un acto: el acto de decidir que no tenemos energía para sentir.
Y no es menor el papel que juega la cultura del individuo en esta ecuación. La modernidad, como bien señala Byung-Chul Han, nos ha convertido en sujetos de rendimiento, encerrados en nuestras propias narrativas, cansados incluso de nosotros mismos. La compasión requiere descentrarse, salir del yo, volver a ese otro que no siempre pide ayuda de forma ruidosa. Pero eso exige una forma de atención radical, casi espiritual, que hoy se ha vuelto escasa.
Lo más inquietante de esta paradoja no es que ocurra, sino que la aceptemos como inevitable. Que convivamos con ella como con una estación del año, como con un leve dolor crónico al que uno ya no presta atención. Que hayamos naturalizado el hecho de que seamos capaces de desvivirnos por una vida individual y ser ciegos a la extinción paulatina de miles. Esta dualidad no es solo emocional, sino política, cultural, espiritual.
Quizá por eso la compasión necesita ser reaprendida. No como impulso heroico, sino como forma de vida. Como el arte de observar lo que no brilla. De sostener lo que no se eleva. De ver humanidad incluso en lo que el mundo ha dejado caer. Una compasión sin fuegos artificiales, sin historias virales, sin eco mediático. Una compasión que no necesite espectáculo, sino que se construya sobre la lentitud, el cuidado y la ternura.
Hay una herida filosófica detrás de todo esto. Peter Singer, filósofo utilitarista, ha formulado una pregunta que incomoda: ¿Aceptarías ver morir a un niño por no querer estropear tus zapatos caros? Y sin embargo, eso hacemos cada día cuando preferimos el confort a la ayuda posible, cuando sabemos que con un pequeño sacrificio podríamos marcar una diferencia, pero optamos por mirar a otro lado. En el otro extremo, Emmanuel Levinas nos recuerda que la ética comienza con el rostro del otro, ese rostro que nos interrumpe, que nos demanda. No una moral de normas abstractas, sino una moral del encuentro. Es decir, no fallamos porque no seamos buenos, sino porque no vemos, no escuchamos, no nos dejamos tocar. Nuestra responsabilidad no es hacia todos en abstracto, sino hacia aquel que se cruza en nuestro camino.
Oscilamos, pues, entre la ética del uno y la ética del todo. Y ese vaivén es precisamente el terreno resbaladizo de nuestra compasión. Cuando salvamos una vida con todos nuestros medios, sentimos que hemos cumplido con la humanidad. Pero mientras tanto, ignoramos la arquitectura entera de un mundo que produce sufrimiento estructural, que deja morir sin violencia directa, pero con negligencia sostenida. Somos almas buenas atrapadas en sistemas ciegos. ¿Cómo reconciliar entonces ese abismo?
Tal vez haya que reparar la brújula del alma. Reaprender a conmovernos no solo ante la emergencia, sino ante la persistencia del dolor. Ampliar el cauce de nuestras lágrimas, para que no dependan del espectáculo. En su estudio sobre el don, Marcel Mauss señalaba que el acto de dar no es un mero desprendimiento: es un gesto que funda lazos, que construye comunidad, que ordena el mundo. Si la compasión fuera también un ritual constante, un hábito profundo, un deber alegre, podríamos hacer del gesto cotidiano un acto de rescate silencioso. Podríamos salvar sin saberlo. No por grandeza, sino por ternura.
Quizá todo esto lo escribo porque me duele la hipocresía involuntaria que a veces anida en nosotros. Porque me niego a aceptar que la sensibilidad sea algo que solo activamos a conveniencia. Y porque en mi mirada —la que se posa sobre la tierra, sobre los animales, sobre la grieta mínima que nadie ve— creo aún que existe una forma de compasión menos grandilocuente pero más fiel. Una compasión sin aplausos, sin prensa, sin relato. Una compasión de campo, de paso lento, de pan compartido sin anuncio. Porque, a veces, ser compasiva en lo invisible es el acto más radical que puedo permitirme.
¿Y tú? ¿Dónde decides mirar cuando el dolor no se anuncia?
A la misericordia día a día. En mí y en todo. La compasión es reacción a un hecho u acto. La misericordia - laica- es un estado de ser.